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Estaba tranquilo, Gardenia, sentado en una silla no más alta que mis rodillas, frente a una mesita de madera y una botella de vodka, respirando el humo oloroso a tabaco, a niebla artificial que saturaba el lugar, antes que los meseros me echaran. Cinco tipos, ejecutantes de bajo, teclados, percusiones y trompetas, tocaban melodías, a veces tropicales estridentes, otras rancheras apasionadas, que esa noche sonaban tan fuerte como aquella vez que te conocí.

¿Te acuerdas? Estabas allí, con tu cabello castaño teñido de rubio. Llevabas los labios intensamente acarminados y un vestido rojo te cubría el cuerpo desde tus pequeños firmes senos hasta el punto exacto donde la curva de tus nalgas se volvía piernas. Estabas sentada, fumando entre un montón de putas añosas que exhibían impúdicamente sus cuerpos flácidos en minúsculos vestidos.

¿Qué hacías allí, Gardenia, entre tanto esperpento? Como si tu mirada no fuera suficiente para distinguirte de todas ellas. Caminé hacia ti y aceptaste sentarte conmigo a cambio de no recuerdo que cantidad. Hoy la pagaría veinte veces, Gardenia, por solo verte de nuevo. De regreso a mi mesa, caminabas con la espalda recta. Te sentías orgullosa de tu porte de reina. Tus piernas arrastraban miradas con cada paso. Toda tú eras como un amanecer.

Platicamos un buen rato hasta que las parejas que bailaban en la pista dejaron de hacerlo y el conjunto musical --que no orquesta, porque en eso si tuviste razón, al decir que una orquesta nunca tocaría en un lugar tan pinche- descansó después de una agotadora tanda de dos horas. A los pocos minutos todas las luces enrojecieron. Música dans empezó a sonar y unas mujeres –todas atractivas, como tú bien reconociste-- enfilaron hacia el centro de la pista. Rítmicamente se contonearon como serpientes durante varios minutos, invitando a los allí reunidos a aplaudirles. En todos los ojos avivaron la lujuria con los incitantes movimientos de sus cuerpos, Gardenia, menos en los míos, porque, aunque no me creíste, yo estaba completamente embrujado por el océano oscuro de tu mirada.

Después de un breve silencio, otra pieza musical, más sugestiva, se escuchó por las bocinas del lugar. Despacio empezaron a despojarse de sus ropas, hasta quedar desnudas, orgullosas de exhibir sus cuerpos más o menos perfectos, de escuchar gritos de borracho, aullidos de animal en celo. Tú, con la cabeza en alto, denotabas con la mirada el deseo de estar entre ellas, excitándote con los aplausos, los silbidos y los elogios burdos, como me dijiste que hacías antes de que la grasa empezara a instalarse en tu cuerpo. ¿Te acuerdas cómo nos besamos? Tu lengua abrazaba con caricias la mía, pintaba de electrizante humedad mis labios. Enlazamos nuestros cuerpos con nuestros brazos. En ese momento, Gardenia, supe que quería estar junto a ti.

Y eso que no habíamos llegado a tu apartamento.

Allí, en ese cuarto miserable de paredes carcomidas y puerta chirriante me enteré de qué es eso que los poetas llaman reinvención del cuerpo. ¿Te acuerdas que me recorriste con tu aliento, y yo a ti con mis ásperas manos? ¿Que nos exploramos hasta que amaneció, hasta el delirio, y hasta quedar exhaustos? No pretenderás que me olvide de cuando tus besos descendían por mi estómago y tus manos por mi espalda hasta posarse en mis nalgas, que borre tu respiración agitada de entre mis piernas, o que no recuerde la forma en que encrespaste mi cuerpo hasta convertirlo en un géiser que me lanzó al cielo con los ojos puestos en nada, con la boca entreabierta, ¿o sí? Recuerdo también, Gardenia, que cuando pude alzar los párpados te vi mirándome, con una sonrisa que permeaba esa satisfacción de la labor cumplida.

La luz del día roía las paredes húmedas de tu cuarto, y un vivificante aroma a rocío se filtraba por los resquicios de las ventanas cuando nos tendimos a dormir. Antes pensaba que vivir no tenía sentido, pero después de aquella noche, comprendí que uno no debe morir antes de conocer lo que es el amor de una mujer como tú. Yo ya puedo morirme cuando sea, Gardenia. ¿Fui la causa de que, cuando desperté al otro día, estuvieras discutiendo a gritos con esa mujer? Te diste cuenta que iba a levantarme, te acercaste, y me diste un tierno beso en la boca: no pasa nada, papi, ella vive aquí conmigo, nomás ahorita está enojada. Vete por favor, te espero en la noche, dijiste.

Recogí mi ropa, Me despedí de ti y salí de tu apartamento. A la noche fui de nuevo al cabaret, con el deseo de verte, con mis mejores intenciones de atraparte en un abrazo. Pedí un vodka y terminé bebiéndome una botella. Nunca llegaste. No puedo explicar, Gardenia, el vacío que abriste en mi pecho ese día, porque las palabras se enredan en mi garganta y luego se me quieren escurrir por los ojos. Así se me pasaron cinco noches seguidas, hasta ayer. Una de las mujeres que allí trabajan, conmovida de verme solo tantos días, se acercó. Me dijo que habías tenido problemas con tu compañera de cuarto, que la habías denunciado con la policía porque algo con la droga, pero como resultó ser novia del comandante, a quien detuvieron fue a ti; que cuando llegaste por la tarde al cabaret el dueño ya no quiso recibirte, por que se enteró de todo y que de mí ni siquiera te acordaste.

Me levanté gritándole que era una puta mentirosa, que tú nunca te irías sin mí, y le arrojé mi copa en la cara. Un mesero se acercó de inmediato. Le reventé la botella de vodka en la cabeza. Vinieron otros, me sujetaron, me tiraron al piso y me patearon hasta que se cansaron: entonces me sacaron a rastras y me dejaron en la calle.

No sé cuánto tiempo paso antes de que intentara levantarme del suelo. Recuerdo que uno de ellos orinó sobre mi cabeza, mientras los otros reían a carcajadas. ¿Dónde estás, Gardenia? ¿A dónde te llevaste mi felicidad?

Sabes, una noche bastó para que mi cuerpo se acostumbrara al tuyo, para que cada mañana me levante sintiéndome desnudo de piel, de esa que dejé contigo aquel día cuando me ofreciste que nos veríamos en la noche. Ahora me parece verte desnuda entre la penumbra de la oscuridad que me espera cuando llego a mi apartamento y abro la puerta. Tus ojos me sangran los recuerdos, y tu voz resuena en mis oídos cuando intento pensar en aquella noche, nuestra única, cuando te conocí. Gardenia, Gardenia,

¿Por qué me has abandonado?

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