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Harto de una existencia corrompida y licenciosa, ya viejo y arrepentido intentó un único camino a la redención, para limpiar sus muchos pecados en la tierra. Como último acto, aunque también infame, pero bien justificado, buscó entonces en los alrededores del pueblo una niña, la más hermosa que pudiera encontrar, y recién entrada en la adolescencia, a quien sedujo con zalamerías y golosinas, y la poseyó por la fuerza. Cuando naciera el fruto de aquella obra (su último pecado), se dedicaría a practicar  la calipedia: ese arte de criar el más hermoso de los hijos; Dios sabría, así, que aquel era su aporte en pago por sus tantas faltas terrenas.

El parto fue una encrucijada: dos vidas no cabían en un cuerpo pequeño y tierno; él no dudó ni un segundo en trasmitirle a la matrona lo prescindible de una madre en este caso, y llamó a su criatura Gabriel. Pues como el Arcángel, Gabriel criaría alas, y llevaría su propio anuncio a las alturas; nunca estaba de más otro serafín en el cielo.

Su hijo Gabriel transcurriría sus dulces días entre sedas y plumas, para que ninguna molestia le frunza el ceño. En su niñez, no andaría con pequeños y traviesos amigos, con quienes sólo aprendería diabluras y palabrotas de mal gusto; las primeras juntas (bien lo sabia él) eran siempre la génesis de la corrupción del hombre moderno. Gabriel no tendría jamás la necesidad de ensuciar sus delicadas manitas con las inmundicias del mundo, y tener que ganarse el pan con el sudor de su frente; ni amaría nunca a una mujer, porque las pasiones son las que hunden al cuerpo en el estanque de los vicios. Gabriel maduraría en la penumbra, para que la influyente luz del sol no invada su cabecita de vagos e inútiles pensamientos de cómo salvar al mundo. “para salvar el mundo, es preciso prescindir del mundo”. Sólo el ocio sería su estado permanente, para que todo su ser latiera en una cadencia celestial y eurítmica. El silencio compondría su único alimento y abrigo. Mientras tanto, solo su padre velaría por él, hasta el momento de su purificación y el ascenso final.

Como todo en la vida, el día esperado llegó, fue de noche. La primera expresión de júbilo se dibujó en su rostro, cuando las sedas se rasgaron. Gabriel, su hermoso, su alado Gabriel, asomó sus grandes ojos, luego su cabeza. La hora de la elevación había llegado. Una, dos, tres contracciones espasmódicas, y el cuerpecito perezoso se incorporó; dos alas atornasoladas se extendieron, listas para la ascensión inicial. Entonces él, un padre enloquecido de dicha, corrió hasta la ventana y  abrió los postigos de par en par. Y salió Gabriel, el maravilloso Gabriel, en un vuelo danzante hacia la luz en las alturas. Él, un padre orgulloso, lloró de gozo, apoyado en el marco, mientras el producto divino de su obra, en la altura, golpeaba con su vuelo en el cristal de la farola.

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