Saludos desde Pachuca Hidalgo México
a todos los rinconeros y rinconeras.
Con ella no es como hablar con los otros compañeros de trabajo: nosotros filtramos en cada palabra piezas del abrazo que, tácitos, nos prometimos desde nuestra primera mirada, cuando en la oficina yo era el nuevo. En ese espacio común a escritorios y computadoras, soy vigía de una ocasión para avistar sus ojos.
Mientras ella fuma los minutos diarios de descanso, yo contemplaba los pliegues de su frente, los arcos de sus cejas y los hoyuelos en sus mejillas, pero sobre todo, sus amplias pupilas. Desde el primer momento inicié la instalación de mi mirada de apenas te conozco pero ya eres necesaria en la suya de grandes ojos oscuros. Nuestras recurrentes coincidencias volvieron mi actividad de observarla un vicio recalcitrante: por la tarde, tras terminar el trabajo, empleaba los minutos finales en mirarla con detenimiento, atento a cada acto, en busca del momento preciso en que ella decidiera verme.
Así pasé mi primera semana, oteando su cuello delgado y su cabello negro, hasta que finalmente sucedió: me vio por encima de su ordenador y sonrió. Allí, en ese justo instante, inicio lo nuestro. Ella empezó a navegar en mi mirada, y yo, irremediablemente, a naufragar en la suya.
La relación evolucionó, y aunque nunca llegó a lo que propiamente es una conversación, adoptamos un nuevo medio para comunicarnos: el cigarro. Nuestros persistentes ojeos dejaron su lugar central en nuestro romance visual para cederlo a esos cilindros blancos olorosos a tabaco, causa de cáncer y enfisema para muchos, un lugar donde amarnos en paz, para nosotros. Tomar entre el pulgar y el índice el extremo de esa delgada tira de plástico dorado era apenas el inicio. Abrir la caja y sentirlos allí, alineados como valla de militares, protegidos con una coraza de papel aluminio que los acoge desde el momento en que son empaquetados hasta que abandonan la caja para ser incendiados por un extremo y succionados por el otro, era el preámbulo perfecto para nosotros. ¿Tienes un cigarro? ¿quieres un cigarro? frases comunes, llegaron a ser tan significativas para nosotros como pueden serlo para un cristiano los evangelios.
Al sonar el timbre que anunciaba el receso laboral, trabábamos las miradas en espera de la frase que transformaría nuestra miserable jornada podrida de cotidianidad en un día luminoso. Bastaba que dijera ¿tienes un cigarro? para que yo entendiera que quería tenerme cerca, que deseaba que mi vista se metamorfeara en manos para acariciar su pelo, para recorrerle la piel con mis ojos ávidos. Era una propuesta para olvidar la estrechez subyugante de esta oficina y convertirnos en un par de amantes libres, desnudos en un prado inmenso en un día soleado, acariciados por el viento.
Si yo lo decía era algo más ordinario. Para mí era "mírame, mi cuerpo arde, te reclama: parte de mí crece y tengo que esforzarme para disimular la violencia de mi alegría al verte, al escucharte, al saber que serás mía, exclusivamente mía, mientras duren nuestros cigarros". En cambio, si la frase era ¿no quieres un cigarro? el sentido cambiaba. Estábamos entonces ante otra necesidad, menos biológica e impulsiva, más convaleciente, como nuestras circunstancias. Si ella, una empleada de fino talle y piernas delgadas que se sienta frente a su respectiva máquina al lado de su compañero y vecino de escritorio, yo, lo decía, significaba que necesitaba hablarme y que yo debía escucharla. Entonces toda la seducción de nuestra otra frase se convertía en recargarnos en el barandal, extraer de algún bolsillo sin mayores miramientos los cigarros, encenderlos en un silencio espeso, y concentrarnos en exhalar volutas de humo. Ese era el momento del recogimiento, en el que repasaba las palabras azules que se alzarían como preparación de una estocada, que rasgarían nuestras vidas y que harían que fuéramos más que miradas y cigarros. ¿Quieres acompañarme al cine? ¿A comer? ¿Quieres contarme algo? lo que sea, no importa.
¿Por qué nunca se lo dije? Pero si yo decía ¿no quieres un cigarro? era porque desde la noche anterior había estado tratando de hallar la forma precisa para decirle que la encuentro espectacularmente bella; que había tenido un sueño en el que despertábamos abrazados, más allá del humo de nuestros respectivos cigarros, y que habíamos dejado de ser por un momento los que somos para habitar el mundo de mi fantasía.
Ver que tomara el cigarro entre los dedos delgados de su pequeña mano, que lo pusiera entre sus labios, que con un mohín de ansiedad revolviera el contenido de su bolsa en busca del encendedor era el comienzo de nuestro rito.
Aprendí que cuando aspiraba el cigarro despacio, con los ojos cerrados, para abrirlos al mismo tiempo que exhalaba el humo, estaba preocupada por terminar el trabajo. Si por el contrario, jalaba el humo del filtro con rapidez, levantaba la cara al cielo y desafiaba a las nubes lanzándoles una vertiginosa bocanada, era signo de que había logrado realizar alguna actividad compleja con éxito.
Sobra decir que la forma de fumar que más amé en ella era en la que, al momento de colocarse el cigarro entre los labios, ponía sus ojos en los míos e iniciaba simultáneamente una dulce incursión en mi mirada y una aspiración larga, húmeda de ternura.
Con el lenguaje de los cigarros pudimos decirnos frases como "te he extrañado un mar", "me hubiera gustado que estuvieras conmigo anoche", "no sabes que ancha es mi soledad de no verte" y "espero me invites a tus ojos más seguido".
Todo empezaba a ser perfecto hasta esta mañana, cuando me enteré que sería asignada a un departamento cuyo edificio está al otro lado de la ciudad, cuando la mirada se me quebró y empezó a escurrirse.
Desde ese momento el aire de la oficina me oprime el pecho, y la volátil certeza de tenerla allí, sólo ahora, sentada junto a mí, bella frente a su ordenador, me desgarra la garganta.
El descanso es mi última oportunidad de verla. No sé si seré yo quien diga ¿no quieres un cigarro? o será ella. Probablemente nos amaremos con nuestras pupilas crecidas y con desesperación. Es su último día en la oficina. Sé que simplemente caminaremos, con la misma actitud con que el condenado a muerte anda por el pasillo que lo conducirá al espasmo, al gesto descompuesto, al rictus final de la muerte iniciada el día de su sentencia.
No sé si seré yo, o será ella quien mirara primero al otro, para empezar la destrucción de nuestro mínimo universo visual de un cigarro todos los días.
Es la víspera de nuestra separación. Por primera vez no importará si me ofrece un cigarro con sus palabras de luna plácida o lo hago yo con mi mirada cuajada de "no me olvides". Suena el timbre para el receso. Nos miramos. Las palabras, mudas, se desprenden de nuestras retinas. Demasiada tristeza detrás de los ojos como para poder decir algo. Nos acercamos, desnudos de sonidos. Con nada en la voz, caminamos por el pasillo, rumbo a la terraza. Ahí nos regalamos un intenso abrazo, sin miradas, postergado desde mi primer día en la oficina. Creo que hoy será un simple vamos a fumar.