—¡Ipkins! ¿Me oyes? ¡Ipkins!—
El sonido del viento y la roca caliente por doquier hacen su trabajo impecable. Ipkins parece aturdido y desorientado; sus movimientos son lentos y torpes. Bueno —más de lo que siempre han sido. Nunca lo había visto así; ni en los días más agotadores del servicio, mucho menos en las madrugadas de entrenamiento sin descanso.
—¡Ipkins, estoy aquí! Mira mis dedos.—
—Siii… estoy bien… bien–
responde Ipkins levantando la cabeza dentro del casco protector. El visor oscuro de policarbonato no deja ver su rostro, pero un movimiento hacia arriba del pulgar derecho, cubierto por el guante de nomex, teflón y kevlar, afirma que está mejor.
—¿Qué ves?—
—Las t… tetas grandes de tu novia.—
—¡Volviste, bastardo degenerado! —
un golpe en el casco con la mano derecha confirma la respuesta. Un silencio invade el lugar. Los dos astronautas caminan vigilantes; Ipkins, un poco más lento. El aire caliente cocina los trajes como salchichas al horno.
—No estoy loco, me conoces. ¡Había algo detrás de esa roca! Se movió tan rápido que…—
—¿Qué? ¡Dilo! —
pregunta O’Brian agitando el brazo.
—No lo sé. Nos vigilan. Ja, ja, ja, ja… —
Ipkins ríe a carcajadas descontroladas.
—¡Qué te pasa, maldito loco!—vocifera O’Brian por el intercom.
—¡No sé qué mierda hacemos acá! —
Ipkins contesta, agitando los brazos y mirando a O’Brian a través del visor oscuro.
—Obedecemos órdenes. Es lo que hacemos.–
—¿Órdenes? —or-de-nes—. Toda mi vida está llena de “órdenes”. ¿Sabés dónde estamos? ¡Contesta!–
—En Júpiter —
contesta O’Brian.
—¿Y qué diablos hacemos en esta mierda hirviendo?—
—Reconocimiento del lugar. Tú firmaste la misión (alfa.xz.janizz).
Somos los más calificados, ¿lo olvidas? Creo que deberíamos abortar…–
Un silencio momentáneo deja escuchar el sssshhh del viento golpeando la roca seca.
—No estás bien.—
—No me fastidies más y sígueme —
contesta Ipkins, dando la espalda. No quiero ver tu culo quemado en este maldito horno. ¡Terminemos y vámonos!–
O’Brian e Ipkins continúan adelante; la nave se elevó por la temperatura del planeta. El líquido refrigerante solo alcanza para los trajes. A cuatrocientos metros sobre ellos, la separa de los chicos.
—¿Creés que estos trajes resistirán?—
—Sí… resistirán.
—Centurión 1 y 2, ¿me escuchan? (Capitán) el mapeo digital informa que están a dos kilómetros de la base FRALAX. Sigan en línea recta. Adelante veo una grieta; si toman impulso la pueden saltar.–
—¡Entendido, capitán! Centurión 1 y 2 en avanzada.–
Los pasos son sigilosos entre roca y polvo. Buscan cubrir cada flanco. Armas de largo alcance “skxx” con mira digital 5.7 son su protección.
—Adelante, avanza —
musita O’Brian, vigilando con su arma todo el entorno. El calor y el polvo dificultan la visión; los trajes plateados pasan a un oro pálido que brilla a la luz.
—Un helado, ¿te lo imaginas? Chispas de chocolate, tres sabores, chantillí y… una puta desnuda.–
—¡Concéntrate, Ipkins! Despliega el mapeo y escanea el perímetro.–
—Enseguida, señor.
—Señor, el sistema detecta unas protuberancias a veinte metros.
—Chequeen el perímetro.
—Señor, ahí están adelante, son como… ¡mire! “girasoles de roca”.
—¡Capitán, me escucha?
—Siga, centurión, lo escucho.
—Despliegue la imagen digital, señor: (30° N 70° W). Ya están en el sistema.
—¿Qué es esa mierda?
—¿Ve lo mismo que yo, señor?
—Parecen…
—Señor, ¿continuamos o qué ordena?
—Rodeen las protuberancias y sigan en línea recta.
O’Brian da dos pasos adelante. Ipkins recuerda a su abuelo Bernie, que a los doce lo llevó al bosque y, en un claro lleno de montículos, le dijo con voz misteriosa: «debajo está atestado de perros de pradera». Observa bien esos orificios al lado de las protuberancias.
—Ipkins, ¡tu reporte!
—Los hoyos se ven más profundos, capitán, y son m…
—¿Qué ves al frente?
Ipkins recuerda a O’Brian y medio sonríe dentro del traje, como una comadreja juguetona.
—¡Señor! Solo polvo y tierra —responde incorporándose.
Polvo y tierra que se mueve con rabia, con un rugido poderoso como si quisiera expulsar a los nuevos visitantes.
—¡Señor! No logro ver a O’Brian. ¿Centurión, me escucha? —Ipkins gira su arma buscando una señal. Nada. Como si Júpiter se lo hubiera tragado con uno de sus vientos. Una extraña sensación lo invade: el paseo de exploración no es lo esperado; toda la preparación se transforma en miedo y vacío. Ipkins siente que lo observan, pero no es su amigo. La densidad del polvo y el terreno no permiten mucha visión; geoformas extrañas aparecen por todas partes como montículos elaborados por alguien o algo. A unos pasos de FRALAX, Ipkins corre buscando la entrada. El panel de control responde al código genético individual; tropieza con huesos petrificados. Un brazo arañando la vida: la imagen del rigor mortis.
Ipkins logra levantar su brazo derecho. «Código instalado. Acceso codificado», dice una voz casi humana. Entra de rodillas al ruido de apertura de la compuerta. El lugar está intacto e inmaculado; no parece haber sido abierto en siete años estelares. Los sistemas funcionan con normalidad. La pantalla de comunicación anuncia dos mensajes con una luz azul intermitente. «Enter». Ipkins presiona el botón con fuerza; extraños sonidos guturales suben y bajan de frecuencia. «TD.C. —Traducción de códigos». De nuevo presiona; recuerda la clase de matemática espacial con el ingeniero Bromstein.
—¡Chicos, atención! —dijo Bromstein ajustando sus gafas—. La nueva generación de naves trae en su núcleo de almacenamiento una cantidad de sonidos codificados que pueden traducir o en los que se pueden ingresar nuevos mensajes para intentar su traducción.
—(Esta verificación puede tardar un momento) —dice una voz femenina entrelazada en los tableros digitales.
—¡Un momento! ¿Cuánto es un momento?
—«Un momento es un espacio de tiempo muy breve» —contesta la máquina.
—¿Cuánto?
—«Según la información en mi sistema puede oscilar entre 0 y 10 minutos».
—¡Diablos!
—Sonidos codificados. «Traducción»… —«Todos deben morir, mor—»…
—¿Qué son? —pregunta Ipkins, desabrochándose el traje.
—Entidades no humanas, con organismos particulares —contesta la máquina.
—¿Dónde están?
—«En todo el planeta y alrededor de FRALAX».
Ipkins se quita el casco y se desploma en el piso sin fuerzas, derrotado. Se toca la cabeza con el último ápice de energía que le queda y pregunta:
—¿Cuántos?
—«Alrededor de FRALAX: 75, 77… 81, 85» —responde el sistema. La cifra sigue aumentando con el paso de los segundos. Los ruidos se agudizan exteriormente.
—¡O’Brian, me
escuchas! ¡Te lo dije! Detrás de esa roca nos observan. Todo el planeta nos veía… ¡Nunca me creíste, pedazo de mier…!
(Se corta la transmisión.)




