Se deslizaba la lancha rompiendo la tranquilidad diáfana y dejando a su paso una estela blanca. A bordo conversaban animosamente los pasajeros, mientras el timonel, oteando el horizonte con un silencio de sabiduría en el oficio, se ocupaba en llevar a feliz término la embarcación.
-No hay duda de que de todas las personas tan importantes que en esta lancha están, la más importante soy yo -dijo uno de los pasajeros.
-¿Por qué? -Preguntó otro que tenía humos de la misma leña.
-Yo -contestó el primero- soy quien, para no dejar morir de hambre a la parranda de inútiles que hay en este país, posee la mayor plantación de trigo que imaginarse puedan sus pobres cerebros.
-¡Mientes tú -respondió el otro- y mentirás siempre que repitas lo que neciamente acabas de vomitar por tu sucia boca! ¡La persona más importante aquí, soy yo! ¡No me lamerá un jarrete tu importancia! Si no fuera porque poseo los mejores molinos del país, ¿de qué serviría tu trigo?
A lo que repuso el de los campos de trigo:
-¡Si no fuera por los granos que produzco, tierra molerías, que no trigo, en tus molinos, insolente!
“Los poderosos advierten muy pronto quiénes son sus verdaderos enemigos;” por eso el molinero se avino con el triguero:
-Y tierra comerían en lugar de pan, quienes no son tan útiles y necesarios a esta sociedad como tú y yo.
Escuchaba la conversación un ganadero. Sin poder resistirse a las palabras, intervino:
-Sabrán ustedes perdonarme, pero al grupo de los importantes deberán sumar a este servidor que, dueño como es, de la más grande hacienda de ganado que hay y habrá en la nación, no querrá resignarse a ocupar un segundo puesto respecto de un productor de trigo y un molinero modernos.
Ante las palabras del hacendado, tan decididas y un tanto agresivas, convinieron en que los importantes en la barca eran tres, sumando al ganadero.
-¡No sólo de pan vive el hombre! -Casi que interrumpiendo, dijo un seminarista a punto de ordenarse, y a quien habían enviado a probar vocación- No querrán perder su alma; cuando vean que tanta riqueza de nada les sirve en el lecho de muerte, acudirán a un sacerdote, que les dará, como si dijéramos, el pasaporte al cielo.
Acobardados por el destino en el más allá, aceptaron en el grupo de los importantes al seminarista.
Rauda siguió la lancha perforando el viento sin importarle lo que pensara el grupo de los importantes, que no recordaban los lances a que se exponen los que en ese tambaleante aparato se trepan.
-Y hasta tú, sacerdotillo, necesitarás de los servicios de un médico aún en el caso de tener salva tu alma. No querrás sentir grandes males corporales, como tampoco el productor de trigo, el dueño de los molinos y el ganadero. Por tanto, señores, dejen que me acerque a tan importante reunión, en la que un médico no sobra y, por el contrario, mucho beneficio presta.
Quien se sumaba al grupo era un joven galeno que había salido en plan de vacaciones después de terminar sus estudios; y como la vida junta misteriosamente a los seres parecidos, en una misma embarcación estos cinco importantes personajes se encontraban ese día, sin pensar que el destino siempre tiene preparada lección.
De pronto, la importancia se deshizo en el espacio para venir a reemplazarla el miedo. La embarcación se elevó y dando una voltereta dio también al agua con su carga humana. Nadie pensó en el trigo ni en los molinos, tampoco en los ganados ni en la medicina, y el seminarista para el fondo iba; tras él corría el médico y también el ganadero, y a cultivar y a moler trigo al fondo de la ciénaga se encaminaban quienes a los inútiles de este país alimentaban.
El barquero, experto nadador, que en silencio había escuchado sus impertinencias, uno a uno fue acercando a la raíz en que habían chocado, a los náufragos, que en ese momento sólo pensaban en la importancia de saber nadar. Volteó la embarcación, dio la mano a los rescatados para que subieran a la barca, y continuaron el viaje silenciosos.