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-Lloro, porque no todos los niños del mundo son tan felices como tú. En este mismo momento, decenas de ellos están padeciendo un verdadero infierno sin tener el más mínimo resquicio de salvación.

-¿Ellos no tienen una mamá y un papá que los protejan?

-Algunos los tienen. Muchos están siendo buscados por mar y tierra con desesperación por ellos, otros no...están solos.

-Vaya, ahora entiendo porqué el mar es salado, las lágrimas de Dios han de ser constantes ¿Es cierto que cuando una persona muere se debe encender una vela para que su alma encuentre el camino hacia el cielo?

-Bueno, ya sabes lo que dice tu papá: la luz de una vela es una esperanza que renace.

La conversación terminó. Pero las palabras de Silvia se quedaron en el corazón de Ana toda su vida. Siempre agradeció su honestidad al hablarle de la realidad del mundo en el que estaban viviendo, porque al paso de los años había aprendido que lo correcto no era ignorar para no sufrir, sino saber para corregir.

Sabía que ella sola no podía acabar con las injusticias de un planeta que carecía de ecuanimidad, sin embargo, continuó con la misma labor que inició aquella tarde después de platicar con su madre. Cada noche, fabricaba una vela, y mientras derretía la parafina en la estufa oraba con toda el alma para que esos desdichados encontraran la luz. Por la mañana vaciaba el molde y camino a la escuela, se detenía en la iglesia para dejarla encendida con una dedicatoria pintada sobre su superficie:

-"Para que los niños recobren su libertad y dejen de ser esclavos".

-"Para que los niños recuperen su dignidad"

-"Para los niños que padecen la guerra y sus horrores"

-"Para los niños cuya inocencia fue mancillada"

-"Para que los niños perdidos sean rescatados"

Con el paso del tiempo, la gente llegó a conocerla como "La hacedora de velas", muchas personas le escribían cartas pidiéndole que fabricara y encendiera una vela por sus hijos desaparecidos. De esta manera, sus creaciones comenzaron a tener personalidad, rostro y nombre, las miradas, que casi siempre permanecían indiferentes, comenzaron a voltear. Se hizo más pausible la presencia de alguna mujer en la calle con un niño aparentemente dormido en brazos, pero en realidad drogado, pidiendo limosna. El reproche las hizo huir. Gracias a los medios de comunicación que periódicamente comentaban la misión auto impuesta de la hacedora de velas, mostrando los rostros y nombres de niños desaparecidos que ella misma pintaba con maestría en la superficie de sus velas éstos se volvieron, de pronto, conocidos, entorpeciendo el tráfico de infantes.

A sus velas, se sumaron otras de personas que deseaban ayudar en su labor cansadas de su propia parsimonia, la solidaridad ante el sufrimiento ajeno fue más común, el respeto a la infancia una exigencia popular. Mujeres irresponsables que dieron vida a un nuevo ser sin desearlo dejaron de abandonarlos, pararon de entregarlos a cualquiera que se ofreciera a liberarlas de la carga incómoda que suponía el recién llegado.

Tal vez, ni siquiera Ana estaba conciente de lo que había logrado con su minuciosa tarea, pero lo cierto era que la hacedora de velas conseguía, cada vez que encendía una luz, que el mar dejara de ser tan salado y que el silencio fuera rasgado con menos frecuencia por un grito infantil aterrador, quizás porque las palabras de Don Clemente tenían algo de verdad: "Había que encender las velas para que se cumpliera su cometido ¡Dar luz!".

Elena Ortiz Muñiz

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