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Era un lugar maravilloso para vivir. La ciudad era tranquila y segura. Sus habitantes amables. En la costa se extendían grandes playas espectaculares donde las aguas eran limpias y cálidas, la arena fina, la brisa suave. A escasos metros de la costa vivía David. Pero él nunca había apreciado demasiado la belleza de aquel lugar,  su obsesión siempre había sido viajar a aquella isla.

            Desde su más tierna infancia su pasión era ir a la playa y contemplar aquella pequeña isla que se veía en el horizonte. Para él no había mayor placer que ver caer el sol sobre aquel pequeño trozo de tierra y soñar que algún día pisaría aquel islote. Siendo niño había pedido a sus padres que lo llevaran a aquella isla, pero no estaban muy dispuestos a hacerlo. Decían que era un lugar peligroso, que allí el mar estaba embravecido, que sus costas eran acantilados, el clima malo, la vegetación espinosa y sus gentes desagradables. Sus padres no entendían como alguien en su sano juicio querría ir allí.

            Pero las palabras de sus padres no mermaron su deseo de conquista. Y así  con a penas seis años, David, intentó llegar a nado él sólo a aquella isla. Su aventura no resultó como él esperaba, pudiendo haber muerto ahogado de no ser por la actuación de salvación marítima. Años mas tarde lo intentó de nuevo, esta vez con una pequeña barcaza, pero produciendo idénticos resultados que en su incursión anterior.

            Sus padres no sabían como quitarle aquella idea de la cabeza, ya que tenían miedo de que un día su hijo perdiera la vida en un nuevo intento por pisar aquellas tierras; así que le prometieron que le pagarían un viaje a aquella isla cuando terminara sus estudios. Aquello pareció aplacar su obsesión. Pero en realidad David seguía yendo a escondidas a la playa para ver el atardecer mientras soñaba con el día en que vería aquel trozo de tierra.

            Cada vez que mencionaba su deseo de viajar hasta allí lo trataban poco menos que de loco. La mayoría trataba de quitarle la idea de la cabeza y otros simplemente creían que hablaba en broma pues no entendían por que quería ir nadie allí. Durante una conversación con sus compañeros de universidad, David propuso hacer un viaje a aquella isla. Pero ninguno de sus amigos pareció entusiasmado con la idea, dándole razones parecidas a la de sus padres y decidiendo casi por unanimidad hacer el viaje a las montañas. David no entendía el por qué de la aversión hacia aquella isla, y seguía yendo cada vez que podía a la playa para ver su preciada isla.

            Cuando terminó sus estudios en la universidad, David no les pidió a sus padres el viaje prometido. Sabía que se negarían o por lo menos que les daría un disgusto, ya que ellos creían superado su deseo, atribuyéndolo a una de esas fases del crecimiento. Pero aquel sueño no estaba suspendido ni mucho menos. Los comentarios despectivos hacia la isla por parte de familiares y amigos, lejos de desalentar a David, habían despertado en él mayor deseo de descubrimiento. ¿Por qué todo el mundo odia aquel pedazo de piedra anclado al mar? Estaba decidido, iba a hacer aquel viaje. Pero no iba a pedir permiso, ni consejo, ni se lo iba a contar a nadie. Sería su secreto, no quería que nadie le arruinara el viaje. Era un viaje que debía hacer sólo.

Como cuando era niño, se echaría a la mar sin contar con nadie. Pero esta vez no cometería las imprudencias de la niñez. Hacía tiempo que había estado ahorrando dinero para el viaje. Salía un barco cada tres días en dirección a aquella isla. No era un barco turista, ya que nadie viajaba a aquella isla por placer; sino un barco de correos. Había hablado con el capitán del barco y se habían puesto de acuerdo en el precio. El único inconveniente sería que no podría volver a su casa hasta pasados tres días, pero aquello no molestó en absoluto a David, sino mas bien lo contrario dándole de este modo la posibilidad de conocer un poco la isla.

Nada mas llegar, David, pudo comprobar con sus propios ojos que todo lo que le habían contado era absolutamente cierto. Conforme se acercaba el clima había empeorado, las olas eran mas furiosas y las nubes mas negras. Pudo comprobar que no había una sola playa en toda la isla sino que estaba rodeada de acantilados. La ciudad estaba sucia, los edificios altos en su mayoría eran feos y estaban poco cuidados. Las gentes con las que se cruzó parecían malhumoradas, y maleducadas, caminando sin atender a nada más que a ellos mismos. Además nada mas bajar del barco le habían recomendado que tuviera cuidado con su cartera pues había muchos ladrones por los alrededores.

            Ahora, mientras esperaba a que saliera el barco en dirección a su casa estaba satisfecho con el viaje que había hecho. Cierto que aquella isla era el peor lugar del mundo. Pero gracias a su empeño, había visto como era un amanecer en su patria desde aquella isla. Sin duda el espectáculo más lindo del mundo. Y es que aquel viaje le había hecho valorar lo que ya tenía y nunca supo apreciar: Que vivía en el paraíso.           

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