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— Aunque no te lo creas, aquí donde me ves, querida, un día fui millonaria.


Las dos mujeres caminaban cansinamente con su escueto equipaje camino del albergue donde intentarían cobijarse del intenso frío húmedo de la noche otoñal y hacerse con un plato de sopa y un aceptable lecho donde reposar sus gastados huesos, hartos ya de recorrer las calles.


— Vamos, Petra ¿A quién quieres deslumbrar? Las dos sabemos lo que hay.


La que hablaba, acababa de detenerse un momento. Rebuscó en el carrito y bebió un trago del escaso cuarto que le quedaba en el cartón de vino tinto. Plegó después la solapa y lo guardó de nuevo. De sobra sabía que la otra no bebía. Ya le había ofrecido en innumerables ocasiones compartir con ella el consuelo del sucedáneo del negro líquido, su fiel compañero desde hacía varios años, pero Petra siempre lo había rechazado. "El vino, bueno, poco y con una sabrosa comida", decía siempre.

— Lo que hay es lo que hay, Juanita. Y, ¡claro que las dos lo sabemos!, pero eso no es obstáculo para que cada una haya vivido su vida. La mía no ha sido un camino de rosas. Siempre trabajando para otros, gastando la salud a marchas forzadas, buscando alcanzar la posición desahogada que te permita afrontar la etapa final de tu vida con un poco de tranquilidad, un poquito de dinero, no demasiado, sólo lo justo. Y yo lo conseguí. ¡Ya lo creo que lo conseguí! Y no hablo de unos pequeños ahorros, no. ¡Millones, Juanita!. ¡Millones!. Porque, aquí donde me ves, querida, una vez, yo fui millonaria.


— ¡Venga ya, Petra! Deja esa monserga. Una vez fuiste millonaria y hoy no tienes ni siquiera un carrito para llevar las cuatro cosas que te quedan. Tienes que cargar con dos incómodas bolsas que te están destrozando las manos. ¡Millonaria! Sí. Y yo fui amiga de Marilyn Monroe.


— Bueno, piensa lo que quieras. De cualquier forma, lo creas o no, fue así.


La otra no dijo nada.


— ¿Callas? Eso es porque no soportas que yo, la pobre Petra, esa que no tiene un carrito como tú, haya dispuesto, aunque fuera hace mucho tiempo, de la oportunidad de poseer cuanto se pudiera obtener con dinero. Eso es envidia, Juanita.


— ¿Envidia, dices?. ¡No digas sandeces, Petra! ¿De qué voy a tener envidia? Encantada estaría si lo que dices fuera cierto y mucho más si te quedara algo de esos millones de los que hablas y los compartieras con esta pobre amiga tuya. No. No tengo envidia. Sólo quiero que la única compañera que me queda no se convierta en una trastornada. No me faltaba más que acarrear contigo cuando casi ni con mis huesos puedo


— Escucha: te contaré algo —Petra se paró mientras sujetaba a la otra de la manga del abrigo.


— Por favor, Petra —suplicó Juanita desembarazándose de la presa con que le atenazaba su acompañante—. Se hace tarde y estoy congelada —permaneció un instante como mirándola a los ojos aunque más bien perdiendo la mirada en algún punto en el centro de ninguna parte—. El invierno viene corriendo este año. Se diría que ya está aquí. Como no nos demos prisa llegaremos al albergue cuando sólo quede caldo viudo y colchones en el suelo. ¡Vamos, Petra, vamos!


— Nunca te había hablado de mi familia ¿verdad?


— No, Petra, nunca. No he sabido de tu vida ni tú de la mía y quizá sea mejor así. ¿No crees?


— Puede ser pero voy a contarte algo...


— Mejor déjalo. ¿Para qué vas a contarme nada? Me gusta cómo eres. ¿Para qué saber cómo has sido? Lo que fuimos ya pasó. Ya no es. Además, llegaremos tarde.


— Te lo contaré por el camino...


— ¡Que no, Petra!


— He dicho que te lo contaré y así va a ser. Has dudado de mi palabra y eso me ha dolido en el orgullo.

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