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EPILOGO


El 12 de Enero de 1998, una brigada de empleados me arrancó de la pared, me cargó en un carrito y, atravesando el vestíbulo principal, me dejaron en una furgoneta, sin preocuparse de cerrar las puertas. Ante mí, aunque mi posición no me permitía ver muy bien, tenía los Jardinillos. Eran más hermosos de lo que me había imaginado. Una fina capa de nieve lo cubría todo. Los árboles casi sin hojas, los setos de aligustre, todo era de una belleza que por un momento paralizó mis manecillas. Allí estuve unas cuantas horas. Supongo que deberían estar instalando a mi sucesor. Me alegré de no verlo. Prefería estar ahí viendo cómo comenzaba de nuevo a nevar y la gente se ajustaba las bufandas y apresuraba sus pasos al salir de la estación.


Más tarde alguien cerró las puertas, puso en marcha la furgoneta y durante un tiempo solamente pude oír el ridículo ruido del motor, -qué diferencia del ruido de mis trenes- de la furgoneta que circulaba por calles y carreteras. Cuando noté que mis pulsaciones se ralentizaban, hice un supremo esfuerzo y conseguí pararme por completo. Todo se había acabado para mí. Probablemente la furgoneta me conducía a algún almacén de chatarra. No quería verlo vivo y despierto.

 


 

Nuestro amigo, el reloj protagonista de esta historia, no acabó en una chatarrería como él mismo llegó a temerse. Alguien lo limpió cuidadosamente, le dio cuerda de nuevo, y lo instaló en un Museo del Ferrocarril. Durante mucho tiempo sus agujas recorrieron sus esferas torpemente, parándose con frecuencia, y con inexplicables retrasos. Varias veces le desmontaron y examinaron sin encontrar ningún motivo. Si hubiesen sabido leer su alma de reloj, se habrían dado cuenta de que sencillamente echaba de menos su vieja estación y sus amigos, cuya ausencia ninguno de los numerosos objetos inanimados que llenaban las salas del Museo podía reemplazar.


Pero el milagro ocurrió años más tarde. Juan Carlos apareció un día por el Museo. Iba con unos amigos y tras contemplar maquetas y reproducciones de trenes y estaciones, camino ya de la salida, se detuvo un momento ante él. Las manecillas del reloj incomprensiblemente dieron un salto y comenzaron a deslizarse suavemente por sus esferas. Oyó a Juan Carlos dirigirse a sus amigos y decir: "Este reloj es idéntico al que había en la Estación de Palencia". "¡Soy yo, Juan Carlos! ¡Soy yo!" quiso gritar el reloj. Pero nadie le oyó. Y al cabo de un momento los visitantes emprendieron el camino de salida. Desde ese día, ante el asombro de los cuidadores del Museo, el reloj volvió a funcionar con precisión, y así sigue desde entonces.

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