Es la primera vez que Freddy y yo viajamos juntos a Cartagena. En cuanto arribamos al colegio de religiosos donde nos hospedaremos, a eso de las cinco de la tarde, decidimos que esa noche hay que hacer alguna locura. El director nos recibe con amabilidad y nos enseña el edificio. Al final del recorrido nos conduce hasta una jaula con dos perros de fauces babosas, los guardianes de mis sueños, dice el director, sonriente.
Antes de llevarnos hasta las habitaciones, ubicadas en el tercer piso, el director entrega a Freddy la llave del portón del colegio, por si quieren dar una vuelta, pero es mejor que regresen antes de las diez, es una casa religiosa.
Dejamos maletas y salimos directo a recorrer los callejones de la ciudad amurallada. En la plazoleta de Santo Domingo hacemos la primera estación con cuba libre y música de vallenato en vivo. A las nueve buscamos un sitio más caliente. Un raizal nos recomienda La Tienda de Fidel. El lugar está a reventar. Un mesero nos organiza kiosco junto a la muralla, con vista hacia la Plaza de los Coches. El olor del orín de los caballos es fuerte, la brisa rebelde, una atmósfera acorde con el agite de esa primera noche.
Freddy pide una ronda de cerveza. Adentro de La Tienda la rumba está prendida. Freddy se aventura a buscar compañera para bailar. Unos minutos después regresa de la mano de una morena con poca ropa. Te presento una amiga, dice Freddy. Mucho gusto, digo yo, y pronuncio mi nombre. Ella sonríe. En su gesto adivino que nos juzga dos tipos con suerte para la rumba. Freddy pide más cerveza. La noche es joven, dice. La morena lo mira con agrado.
El bochorno es fuerte. Freddy tiene el mismo aspecto sudoroso de los caballos de la Plaza de los Coches. La morena suda menos, su piel tiene un brillo como de postre de chocolate a punto de derretir. Un poco después de las diez y media empieza a caer una llovizna. Freddy analiza el firmamento y augura una tormenta, lo mejor es regresar a tiempo, dice. La morena permanece en silencio pero se aferra a la mano de Freddy.
El colegio se encuentra al otro extremo de la ciudad amurallada. Mientras huimos, la lluvia se convierte en chaparrón. La gente corre por las calles anegadas tratando de evitar los arroyos con olor a orín y salmuera, buscando refugio en los burdeles atestados de curiosos.
Llegamos empapados al colegio. Abrimos el portón y nos ponemos a salvo. Freddy no pronuncia palabra. Intuyo lo que sigue. Me espera una cama limpia y solitaria. Freddy se ha llevado el primer trofeo de las vacaciones. Cuando nos disponemos a subir a los dormitorios, vemos salir entre la penumbra dos perros rottweiler por el corredor que da justo a las escaleras. ¡Miedda!, grita la morena, y entendemos que estamos en apuros. Por reacción espontánea corremos en dirección opuesta a los perros, a través de un corredor con salones de puertas cerradas. El sonido de las patas de animal golpeando el cemento borra el efecto del licor. A pesar de que la lluvia es para entonces un diluvio de goteras gruesas y alebrestadas, me trepo a uno de los árboles sembrados en unos canteros entre el patio y el corredor. Freddy trepa al arbusto que está en seguida, luego ayuda a la morena.
Las fieras, que han avanzado detrás sin exigir la carrera, dándonos ventaja para calcular el asalto, actuando como el gato cuando ha cazado al ratón, se acercan a los árboles, husmean con parsimonia de viejos gendarmes, y luego descansan el trasero sobre el piso del corredor, junto a los árboles donde nos hallamos. El estropicio del agua desgajando desde el cielo impide cualquier comunicación, nubla la vista, anega el cuerpo. Desde mi trinchera las ramas no dejan ver a Freddy y su amiga, quienes parecen haberse esfumado sin dejar rastro. Miro el reloj. 11 y 15. La jornada del colegio reinicia a las 6:30 de la mañana, momento en que bajará el director a guardar sus monstruos de fauces babosas. Me duele reconocerlo, pero la noche es joven, muy joven.
Los rayos de la tormenta eléctrica empiezan a caer sobre Cartagena.