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A César Ramírez

La condición de amante de los libros me llevó a conocer el hecho. La causa de que la historia se me revelara fue una nota escrita hace muchos años, la cual debía cumplir la misión de convertirse en clave para develar los secretos camuflados en un testamento. Hallada dentro de un libro, la nota se transformó en un enigma. Los protagonistas bien podrían ser los libros o Dios, aunque el lector intuirá que fueron un padre y su hija. Las investigaciones ulteriores, las cuales omito para concentrarme en lo importante, me condujeron a una casa en uno de los barrios históricos de la ciudad y a las páginas de unos libros a veces olvidados. Muchas de las circunstancias verídicas quizá hayan sido borradas por la marea del tiempo. Con todo, mis conclusiones, aunque azarosas, pueden aproximarse a la realidad de los hechos.

El primer evento fue la muerte de un hombre, el abogado Federico Emiliani. Las circunstancias del caso, acaecido al interior de una biblioteca, siguen hoy sin descifrar. A pesar de tratarse de uno de los hombres cultos de la ciudad —o tal vez por esa misma razón— su funeral pasó desapercibido. Sólo algún diario local comentó superficialmente la pérdida. Pocas personas lo acompañaron hasta la tumba: unos cuantos parientes, un compañero de gustos musicales amante de Bach, un muchacho que había trajinado como él en el arte de pensar, algún curioso. También, como le sucediera a Jesús en la cruz, no faltó la presencia de algunas mujeres. 

Otros escribirán lo que fue Emiliani como hombre. Yo me limitaré a decir lo que fue como lector. Aunque consiguió títulos que acreditaban su erudición, su verdadera pasión eran los libros. La universidad y los compromisos laborales entorpecieron ese fervor. Abandonado por la esposa y la hija, y retirado del trabajo material, pudo dedicarse por completo a pagar deudas, como solía decir. O sea, a leer todo lo que no había leído. Los últimos años vivió sumergido en el estudio de los clásicos, confinado a la geometría de su biblioteca, a la que llamaba simbólicamente La Cueva del Abad Faría, aludiendo a la catacumba la que el Conde de Montecristo aprendió todo lo que el mundo no le había podido enseñar.

Una semana después del deceso apareció la hija, una profesora de escuela residente en la capital mejicana hacía varios años. Su misión desde un comienzo fue reconstruir la historia del padre. Ideó que la mejor forma era apoderándose de las escrituras de la casa y buscando pistas que condujeran al testamento. Haciéndose ayudar por familiares ambiciosos y gente de obra, escudriñó los archivos hasta dar con el documento oficial de la propiedad. No así el testamento, el cual requirió más trabajo. Casi al final del desmantelamiento, en una vieja agenda que contenía parte de los escritos de Emiliani, los buscadores hallaron una carta cuyo contenido sólo conoció la hija.

Mientras indagaban, la profesora tuvo la ocurrencia de vender los libros, empacados en cajas de cartón, después de supervisar que no se fuera algún billete enredado en las páginas. No imaginaba que entre los libros podían esconderse otros secretos, entre ellos el sobre que finalmente me permitió reconstruir el enigma. 

La familia presumía a Emiliani un adinerado hombre de letras. Solitario, remunerado con dos pensiones laborales por servirle al Estado durante largos años y capaz de vivir solamente con lo necesario, sus ahorros debían ser considerables, pensaban. Les resultaba absurdo que un hombre pudiera tener solamente libros. Por ello la hija no escatimó esfuerzos hasta dar con el tesoro o con alguna cuenta bancaria secretamente conservada. Sacudieron cada cojín, almohada y colchón que encontraron. Revisaron los anaqueles y escritorios, la alacena y el retrete. Al final, con “dolor”, levantaron cada baldosa del piso y cada trozo de tierra del jardín hasta reducir La Cueva a una mansión en ruinas.

Fui uno de los primeros en advertir los libros de Emiliani en las librerías de usados de la ciudad, gracias a una frase de Séneca que acostumbraba colocar en la primera página, un exlibris: IMPERARE SIBI MÁXIMUM IMPERARIUM EST (El mayor imperio es el imperio de sí mismo). La noticia se propagó. De todos los rincones aparecieron lectores y bibliófilos tras las joyas de la antigua Cueva del Abad Faría (había empezado el lento éxodo de los libros en busca de espíritus qué fecundar). Fue una feliz invasión a pesar de que muchos acabaron convertidos en simples desechos. Aunque procuré ser selectivo, terminé llevándome gran parte del botín y contrayendo una onerosa deuda con el propietario de El Reblujo del Libro, el local a donde fueron a parar la mayoría de los volúmenes de Emiliani. En realidad sólo se trataba de dos o tres millones de pesos a cambio de un tesoro incalculable. (¿Podría alguna suma de dinero compensar el valor espiritual de los libros?).

Entre los volúmenes adquiridos se hallaba un ejemplar de la Divina Comedia. Al indagar sus páginas tratando de recordar algún verso, tropecé con un sobre. La curiosidad —y tal vez un poco de suerte— me llevó a escudriñar el contenido. Decía: La segunda pieza del tesoro ha sido develada. La nota no poseía fecha ni indicación de correo. Sólo al anochecer, quizá durante el sueño, entendí que su sentido no era deliberado y que el responsable podía ser Emiliani.

Omito los detalles que llevaron a corroborar el engranaje del acertijo, pero puedo sintetizarlo en una frase. Si el volumen de la Divina Comedia representaba la segunda pieza de un hipotético tesoro, estaba claro que éste debía ser una secuencia compuesta por varias piezas y que, dada la proposición, era obvio que existía una primera pieza, una tercera y, por qué no, una serie impredecible. ¿Podría suceder que cada uno de los libros de La Cueva representaba un orden de la secuencia? ¿A cuántos libros se refería? ¿Cuál era el criterio de aquél enigmático orden? ¿A dónde conducían? La búsqueda de semejante tesoro resultaba casi imposible.

Al día siguiente, mientras proseguía búsqueda en El Reblujo del Libro, uno de los clientes comentó a don Vincenzo, el propietario del local, el hallazgo —al interior de un ejemplar de las Obras Completas de Shakespeare— de un sobre con la inscripción La sexta pieza del tesoro ha sido develada. El enigma seguía ardiendo en mi mente, aguardando ser esclarecido.

Durante las semanas siguientes conocí, gracias al rigor de las averiguaciones, la existencia de otros seis sobres: cuatro (Ilíada y Odisea), siete (El Paraíso Perdido, de John Milton), ocho (Diálogos de Platón), nueve (Las mil y una noches), diez (Ensayos de Michel de Montaigne), y once (Fausto de Goethe).

Como podrá suponer el lector, no fui el único en advertir el misterio, entre otras razones porque resultaba indudable que los libros con los sobres pertenecían a los anaqueles de La Cueva. Muchos creyeron en un simple juego salido de la mente de un hombre perturbado por la soledad. Otros imaginaron que cada libro correspondía a una cifra que, al ser develada, conduciría al dinero de Emiliani. Por ello no resulta insólito que la casa, como si se tratara de un predio de mafiosos, terminara convertida en santuario para rastreadores de guacas.

Tiempo después aparecieron dos nuevas piezas: la cinco (Eneida, de Virgilio) y la doce (Ullyses, de James Joyce). La ansiedad me había llevado a conjeturar que, dado que se trataba de grandes obras de la literatura y el pensamiento, en el compendio faltaban libros insoslayables. ¿Habría dejado por fuera el autor del enigma obras como el Poema de Gilgamesh, los Nueve Libros de la Historia, el Organón, la Metafísica y la Política de Aristóteles, las Confesiones de San Agustín, el De Rerum Naturae, Orlando Furioso, Edipo Rey, las novelas de Dostoyevski, Tolstoi y Proust, la Summa Teológica, Madame Bovary, El Ser y el Tiempo, las obras de Kafka, La Montaña Mágica, La Crítica de la Razón Pura, la poesía del Siglo de Oro, el Quijote y La Biblia? (Eso sin contar que por mi precario conocimiento de Oriente, seguro quedaban excluidos libros de incalculable valor como el Tao Te Ching y el Bagavad-gita.)

Finalmente, en una conversación casual, apareció la pieza número tres: el Quijote. El rompecabezas empezaba a cobrar sentido. Por esos mismos días sucedió mi único encuentro con la hija de Emiliani. Acababa de regresar de México. Su nombre era Amalia o Amelie. No recuerdo bien. Se trataba de una mujer humilde que se jactaba de de ser amante de un poeta mediocre desdeñoso de la literatura clásica. Había asimilado de los habitantes del País Azteca el aire a indigenismo, no la agudeza para observar el mundo como un recinto mágico. Noté que desconocía el trasfondo del enigma y que por ello se obstinaba en hallar el dinero del supuesto tesoro. No parecía consciente de la precariedad de sus esperanzas, pero no la culpé. Dicen que las ilusiones son lo único que poseemos. Me creyó uno de los curiosos del lugar, e intentó rebajarme a un inexperto buscador de libros. No obstante, omitió revelarme el contenido de la carta. Por fortuna pocos secretos quedan en la penumbra. Uno de los peones que cuidaba las ruinas de la casa me “confió” el contenido:  

Coloco en tus manos las doce piezas del tesoro. Con ellas podrás abrir las puertas del universo y realizar los sueños profundos del espíritu.

En las últimas palabras que crucé con Amelie pude percibir que tal vez siempre había sido una cazadora de tesoros ajenos, como el común de la gente —al fin al cabo era maestra de escuela—, y que por tal razón no había podido deducir el verdadero sentido de la carta, creyendo además que era ella la destinataria del secreto. Incluso llegó a sugerir, quizá por carencia de argumentos, que el padre había plagiado una idea ya referida en un folletín reciente (un libro sobre alquimia o algo semejante, escrito por un tal Güello o Cuello), libro que tenía por enseñanza “Sigue luchando, el tesoro está dentro de ti”. Tampoco resultó difícil suponer que seguía creyendo a Emiliani un pobre hombre rico.

Si el contenido de la carta no había sido falseado resultaba claro que de las doce piezas sólo faltaba una y que, siguiendo los designios del autor, ésa debía ser la más importante, la clave, el Libro de los Libros.

Han transcurrido varios meses desde cuando pude develar el enigma. El sobre con la inscripción de la primera cifra continúa inédito. Tal vez me he cruzado con él en alguna librería o estará abandonado entre los desechos de la ciudad (es difícil predecir el destino de las grandes obras). ¿Cuál será el título? ¿Quién será el Autor de tal libro? Por ello, y dado que ignoro cuándo sucederá el encuentro —aunque he soñado ese Título y ese Autor como Él me habrá soñado a mí— he optado por idear dos explicaciones que, de todas maneras, no dejan de ser simples conclusiones de lector.

La primera es que Emiliani buscó crear un juego para pervivir en la memoria de los descubridores del acertijo —una secta secreta, apócrifa—, dejando la primera cifra del enigma sin revelar, para que cada uno de los elegidos coloque en ella su propio Libro de Libros —o insinuando que tal orden es una pura ilusión, una excusa, y que cualquiera de las piezas puede encabezar la serie.

La segunda podría ser una variación de la primera. Quizá esa cifra, como el simbolismo de los discípulos, sólo se refiere a un círculo que se cierra sobre sí mismo, es decir una alegoría previsible pero infinita, como la dulce armonía de las esferas con la que Pitágoras solía apaciguar sus noches de desvelo, y que tal compendio —que podría denominarse El Catálogo de Catálogos— es uno de los artificios creados por Dios, el Gran Autor, para continuar revelándose como el inspirador del Libro que compendia a los demás, el que los nutre. El Libro de los Libros.

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