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Me acompañaban esa tare, una camisa manga larga, un blue jean medio desteñido, unas zapatillas sucias y un filoso machete amarrado al cinto. Caminaba a solas por una avenida de extraños que contemplaban atónitos mi sigiloso andar. Levantando charcos de agua sucia y lodo a cada paso, caminé entre ojos que no hacían mayor labor que la de confundirme. Metí las manos dentro de los bolsillos, el frío había aumentado considerablemente entumeciéndome cada falange.

Barrí el piso con la mirada un par de cuadras más antes de descubrirla. Allí estaba, radiante como siempre, esbozando a plenitud una sonrisa tan amplia como falsa. Una blusa de recorte afilado sobre sus senos llamaba la atención de mi vista. Centímetros por encima del ecuador de sus gruesos muslos, una faldita luchaba por contener las virtudes carnales de su febril cuerpo latino. El sudor le corría en río desde ambas sienes hasta el pliegue de sus tetas, voluminosas y apiñadas una contra la otra. Cuán bella se veía esa tarde que sus caderas parecían más anchas, su cintura más estrecha y sus piernas más gruesas.

A lado suyo un viejo, que supuse era su chulo. Hombre de edad próxima a los cuarenta, tez morena y agrietada, estatura mediana, corpulento, de rostro agrio. La llevaba agarrada del brazo, como a la fuerza. Bajo su camisa, panabrisa azul deshilachada a los bordes, relucía la silueta inconfundible de un revólver. Un poco más abajo se divisaba el bulto de lo que parecía una navaja, amarrada a la cara interna de su pierna derecha.

Me detuve a escasos pies de ellos, deslizando con delicadeza la yema de mis dedos sobre la hoja desnuda de mi machete. Estábamos lo suficientemente cerca como para tasajearle el brazo derecho antes de que alcanzase su revolver, pero eso a él lo tenía sin cuidado. Habíamos quedado solos, al final del callejón sin salida, salvo por la presencia de una que otra rata sobrealimentada saliendo de entre los basurales próximos.

Por milisegundos la idea de arrepentirme invadió mi cerebro, triplicando mi frecuencia cardíaca. Nunca antes había matado a un hombre, temía por mi vida, aunque consideraba que morir por esa mujer era justa sanción a lo vil del deseo que siempre me inspiró. No temía entregarle mi alma al Diablo a cambio de la mínima posibilidad por tenerla de nuevo. Ella sonreía, confiándose a mi fatal determinismo, ya que sabía que el administrador de su sexo nunca cedería a la gallina de los huevos de oro. El hombre y ella parecían no temerle a la muerte, pero yo sí. Pese a ello, alguno de los tres moriría esa tarde...

La prostituta no lucía asustada, por el contrario, su rostro exhibía la lozanía de quien se sabe ganador. A su criterio le venía a mejor haber la idea de morir, que la de vivir habiendo desperdiciado la oportunidad de su redención por la sangre ajena o la propia.

    - ¿Has venido a pagar o a pelear? - preguntó.

Oyéndole hablar me parecía menos humano. Pese a que sus labios se movían poco, su voz era tan grave que cobraba resonancia por todas las esquinas.

    - ¿Cómo voy a pagar por lo que me fue robado? - respondí, a medio gritar.

    - Ahora que es mía, yo le pongo precio - insistió.

    - No puedes cobrar por su alma - le dije.

    - No me interesa su alma - aclaró - , lo que vendo su cuerpo. ¿Lo tomas o no?.

Cada palabra que decía parecía forzada, como si las pujara. La conversación había caído en fase terminal y mi buen ánimo cedió agotado por su intransigencia.

    - La tomo, pero mi cuota será tu sangre - aclaré, sin tapujos ni temores.

El aire se enrareció con la mirada dura de aquel patán, acentuando el frío y el olor a muerto.

    - No llevas chance conmigo, regresa sobre tus pasos ahora que vives - dijo - .

Esta perra no merece el riesgo.

Pese a que su tono de voz había adquirido ribetes de reconciliación, la dureza de sus palabras abrían trocha en mí.

Las ratas huyeron, el viento dejó de soplar y el eco de nuestras voces se disolvió en medio de la nada. El chulo se dio la vuelta y la forzó a seguirlo, tirándola con fuerza de su brazo izquierdo. La brusquedad del hombre la hizo quejarse, inflamando mi ira aún más. Desenfundé el machete, lo levanté en arco al aire y corrí hacia él. El ruido húmedo de mis pisadas cortas y repetidas, junto al juego de mi sombra desplazándose, lo alertaron. Sacó su arma, empujó a la mujer a la otra acera y volteó a mi encuentro. El filo de mi arma sesgó el aire en péndulo, cayendo sobre el pecho de aquel infortunado que, al mismo tiempo, detonó su arma sobre mí.

Más que el impacto del balazo, fue el chorro negro de sangre y tripas que brotó de sus entrañas profanadas, el que me aventó a metro y medio sobre el hombro de la calle, en medio de la acera puerca.

La fuerza vital se me escapaba con la sangre por el desagüe de la calle, repleto de basura y porquerías que alimentaba a una fila de cucarachas gigantes. No podía precisar dónde me había herido, pero reconocía que mi vida se perdía con cada latido del corazón. Él estaba peor que yo, salían trozos enteros de carne viva por la enorme franja que le abrí. En un principio tenía ambas manos pegadas al pecho, pero después las dejó caer. No tenía fuerza suficiente como para tapar aquella cascada visceral que manaba de su cuerpo.

El olor de la sangre del chulo trajo de vuelta a las ratas, que empezaron a salir de todos lados para posarse sobre su cuerpo. No había muerto, lo supe porque aún parpadeaba, pero a ellas le importaba poco. Las cucarachas le hicieron competencia, trepándoseme encima, buscando desesperadas la fuente de mi masiva hemorragia.

Ella se había sentado de piernas cruzadas sobre el cordón de la acera opuesta. Lucía complacida con lo que veía, como si nuestra muerte saldase su deuda con Dios y la sociedad a la que le vendió el alma envuelta entre sus nalgas. Podía ver bajo la tela de su faldita, su sexo desnudo. Bien pude arrepentirme de lo que hice, pero la sola visión de aquel par de muslos desbordados, ahorcando su labia genital, no pudo dar mayor placer a mi agonía y valor a mi muerte. Más arriba de aquel paraíso inmundo de pelos y carne, se develaba un rostro virginal de sonrisa macabra. Traté de hablarle pero los labios me pesaban, por suerte mantenía los ojos abiertos contemplando la visión de aquella Magdalena patiabierta.

La brisa regresó cual gélido aliento de muerte. Traía consigo el olor de las tripas del viejo, el tufo del sexo de la prostituta y la fetidez de mi sangre coagulada. Nadie lloraba, nadie se quejaba, pero la complicidad era muda y aceptada por todos. Estábamos muriendo y ella lo disfrutaba, solo entonces supe que muy lejos de redimirla la condenamos aún más. Pese a todo, contemplarla al filo de mi muerte, con todo el cuerpo cubierto de ratas y cucarachas mordiéndome la carne, preferí morir viéndola que seguir viviendo sin verla...

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