Las ratas huyeron, el viento dejó de soplar y el eco de nuestras voces se disolvió en medio de la nada. El chulo se dio la vuelta y la forzó a seguirlo, tirándola con fuerza de su brazo izquierdo. La brusquedad del hombre la hizo quejarse, inflamando mi ira aún más. Desenfundé el machete, lo levanté en arco al aire y corrí hacia él. El ruido húmedo de mis pisadas cortas y repetidas, junto al juego de mi sombra desplazándose, lo alertaron. Sacó su arma, empujó a la mujer a la otra acera y volteó a mi encuentro. El filo de mi arma sesgó el aire en péndulo, cayendo sobre el pecho de aquel infortunado que, al mismo tiempo, detonó su arma sobre mí.
Más que el impacto del balazo, fue el chorro negro de sangre y tripas que brotó de sus entrañas profanadas, el que me aventó a metro y medio sobre el hombro de la calle, en medio de la acera puerca.
La fuerza vital se me escapaba con la sangre por el desagüe de la calle, repleto de basura y porquerías que alimentaba a una fila de cucarachas gigantes. No podía precisar dónde me había herido, pero reconocía que mi vida se perdía con cada latido del corazón. Él estaba peor que yo, salían trozos enteros de carne viva por la enorme franja que le abrí. En un principio tenía ambas manos pegadas al pecho, pero después las dejó caer. No tenía fuerza suficiente como para tapar aquella cascada visceral que manaba de su cuerpo.
El olor de la sangre del chulo trajo de vuelta a las ratas, que empezaron a salir de todos lados para posarse sobre su cuerpo. No había muerto, lo supe porque aún parpadeaba, pero a ellas le importaba poco. Las cucarachas le hicieron competencia, trepándoseme encima, buscando desesperadas la fuente de mi masiva hemorragia.