Ella se había sentado de piernas cruzadas sobre el cordón de la acera opuesta. Lucía complacida con lo que veía, como si nuestra muerte saldase su deuda con Dios y la sociedad a la que le vendió el alma envuelta entre sus nalgas. Podía ver bajo la tela de su faldita, su sexo desnudo. Bien pude arrepentirme de lo que hice, pero la sola visión de aquel par de muslos desbordados, ahorcando su labia genital, no pudo dar mayor placer a mi agonía y valor a mi muerte. Más arriba de aquel paraíso inmundo de pelos y carne, se develaba un rostro virginal de sonrisa macabra. Traté de hablarle pero los labios me pesaban, por suerte mantenía los ojos abiertos contemplando la visión de aquella Magdalena patiabierta.
La brisa regresó cual gélido aliento de muerte. Traía consigo el olor de las tripas del viejo, el tufo del sexo de la prostituta y la fetidez de mi sangre coagulada. Nadie lloraba, nadie se quejaba, pero la complicidad era muda y aceptada por todos. Estábamos muriendo y ella lo disfrutaba, solo entonces supe que muy lejos de redimirla la condenamos aún más. Pese a todo, contemplarla al filo de mi muerte, con todo el cuerpo cubierto de ratas y cucarachas mordiéndome la carne, preferí morir viéndola que seguir viviendo sin verla...