“Dejen que pase mi mala silueta,
con su cañón despierto
y su velocidad de luz.”
Silvio Rodríguez
-¡Ya estuvo bueno, carajo!-dijo Leonardo, mirando alternadamente al Zambo y al Pelirrojo, sentados a sus flancos, cara a cara. Había golpeado la mesa con toda su mano en un acceso de cólera, removiendo la frágil contextura de madera y haciendo tambalear las heladas botellas de cerveza-. Si querían demostrar que eran hombres, ya lo hicieron pues.
-Esto es entre tu viejo y yo-dijo el Pelirrojo, sin despegar un segundo sus ojos de los del Zambo-. Así que cállate y no jodas.
-Oye, ¿vas a hablar o qué?-dijo el Zambo, apurando un trago. Paladeaba el líquido con una expresión gustosa, y, como para demostrar su tranquilidad, luego de tragárselo, relamió sus labios -. Porque hasta ahora sólo eres puro bla bla bla.
-No sé por qué insiste en provocarme, señor-dijo el Pelirrojo. E, introduciendo una mano por debajo de su camisa, extrajo un bulto y lo despantigó sobre la mesa, entre los ceniceros de metal y los vasos transparentes-. Pero aquí está, para que vea que no soy un mentiroso.
-¡Hijo de puta!-dijo Leonardo. Sus ojos, viendo el revólver, a la escasa luz del local, bailoteaban fuera de sus órbitas. Había que mantener la calma. Todo acabaría muy pronto-. ¿Quieres matarte acaso?
-¡Vaya! Creo que a partir de ahora tendré que tomarte en serio-dijo el Zambo, exagerando el tono, y, alargando una cara falsamente sorprendida, oteó alrededor. Parecía darse cuenta de que la gente en la cantina los observaba desde las otras mesas muy concentrada, petrificada si no fuera por sus manos y bocas, que transmitían un poco de vida a sus intercambios de vasos y palabras, por lo que movía los brazos como las aspas de un molino, deseando llamar su atención y, por qué no, controlarla-. Bueno, habrá que ver quién empieza entonces.
-¡Están locos o qué!-dijo Leonardo. Su voz aguardentosa, que se alzó sobre la música del local por primera vez, se repartió entre las personas con una histeria natural-. Mejor vámonos de aquí, esto no me gusta para nada, es absurdo, no tiene sentido.
-Por qué no lo echamos a la suerte-dijo el Pelirrojo, ignorándolo. Hablaba con sonidos altos y calmosos, opacando al bolero de trágica letra que flotaba en el aire-. O, usted, decida, ¿no?, ya que esto fue idea suya.
-A ver, hijo, dame una moneda-dijo el Zambo, estirando una mano hacia Leonardo y clavándole al Pelirrojo una mirada agria, como para intimidarlo, pero el otro los estudiaba con ojos fríos y lejanos-. ¡Rápido!
-¡Viejo, reaccione!-dijo Leonardo, hurgando en sus bolsillos. ¿Era verdad que en algún momento el Pelirrojo se acobardaría? No, su viejo no podía equivocarse. Y, cuando colocó la moneda en la palma del Zambo, una mueca suplicante, inconsciente, se asomó a su rostro-. ¿No se da cuenta de que puede ocurrir una desgracia?
-¡Ja, ja, ja!-dijo el Zambo, moviendo el pequeño metal entre sus dedos. Había echado la cabeza hacia atrás y descubierto en la media luz de la cantina sus dientes tabacosos-. ¡Ay, hijo, eres todo un ladrón y me das una moneda de diez centavos!-. Su expresión provocó la risa general, pues no sólo le bastaba con sus movimientos para dominarlos a todos, sino que, para asegurarse, también había alzado la voz-. Por mi madre, no lo puedo creer.
-Apúrese, tírela de una vez-dijo el Pelirrojo, mirando hacia el viejo bloque de madera que era la barra. ¿Buscaba ya una salvación? A esas alturas, la gente ya ni hablaba. Era como si todos se hubieran puesto de acuerdo para permanecer en esa suerte de limbo, repleto de siluetas curiosas, en que se había transformado el lugar-. Para mí, cara.
-Como quiera-dijo el Zambo y lanzó la moneda al aire con un corto movimiento de sus dedos. El pequeño metal subió y regresó a la mesa rápidamente, dio un par de saltitos y acabó en un charco dejado por el ruedo de una botella. Entonces, abriendo los brazos, el Zambo se encogió de hombros-. Bueno, amigo, creo que usted empieza.
-Sí, claro, señor-dijo el Pelirrojo, tragando saliva y disparando sus palabras, esta vez sí, con una cierta inflexión nerviosa. Su rostro reflejaba un naciente brillo sudoroso y fijaba ya un punto entre el aserrín del suelo y las paredes arruinadas, como aislado del mundo-. Ya lo entendí.
-¿Lo ve?-dijo Leonardo, posando sus dedos como garras en el cuello del Zambo. ¿Hasta cuándo tendría que durar esta farsa?-. Se quebró psicológicamente, viejo. Ahora vámonos, ¿quiere?
-Usted, cállese, hijo-dijo el Zambo, desasiéndose de las garras-. Por qué se queja. Yo sé lo que hago.
-Y qué hacemos si viene la policía, viejo-dijo Leonardo.
-Hijo, por qué se preocupa tanto-dijo el Zambo, mirándolo extrañamente, como si un hoyo profundo los separara, los brazos siempre como aspas. Dejaba ver entre sus nudillos un cigarrillo casi extinto, cuyo humo espiralado dibujaba figuras abstrusas frente a ellos, borrándolos por momentos-. Todo está en orden. Tranquilo.
-¿Y si a usted le pasa algo?-dijo Leonardo. Su voz, aunque ahora convertida en añicos, conseguía imponerse todavía sobre la música. Aquí debía andarse con cuidado. ¿No querría ser tildado de cobarde, no?-. ¿Y si se me muere, viejo?
-Primero, tengo que fijarme que el revólver esté descargado-dijo el Pelirrojo, resucitando del letargo, calmadamente, como quien despierta de un sueño reparador, sumergió sus ojos en el caos de vasos y botellas, localizó el arma y, con una mano, la aferró e izó y, con la otra, empujó el tambor hacia afuera, y la panza metálica, oronda de agujeros, se desgajó abruptamente del revólver-. Veamos.
-¡Carajo!-dijo Leonardo, hiriendo la mesa con otro golpazo. ¿Es que el Pelirrojo no tenía consciencia del peligro?-. ¡Estás loco o qué te has fumado, ah!
-Si tanto te afecta, puedes irte-dijo el Pelirrojo, lanzándole una mirada despectiva. Balanceó el arma y la sacudió con cortos movimientos, como para comprobar que estuviera descargada de verdad-. Que yo sepa aquí nadie te ha amarrado, ¡ah!
-¿Así?-dijo Leonardo, arrastrando las palabras, encarándolo con odio. Quizá, si le hablaba fuerte, lograría que reaccione-. Pues sólo trato de evitar que te vueles el cerebro y nos salpiques a todos.
-Ahora hay que colocar una bala en cualquiera de estos agujeros-dijo el Pelirrojo, ignorándolo de nuevo, expuso un oscuro proyectil hacia la curiosidad de los otros e, inmiscuyéndolo en el tambor, volvió a unir la panza metálica con el armazón del revólver-. ¿Ha escuchado alguna vez por qué a este jueguito lo llaman la Ruleta Rusa?-. Y, sin esperar una respuesta, se contestó a sí mismo-: Pues porque hay que girar el tambor así-. Y, de pronto, un ruido de cadenas se alzó del vientre rotatorio del arma y fue a perderse entre la música-. Claro, como si jugáramos a la ruleta.
-Y a éste qué le picó, ¿ah?-dijo Leonardo, tocándole un hombro a su viejo, disimuladamente.
-La suerte está en salvarse cada vez que uno se dispara-dijo el Pelirrojo, acariciando el revólver casi con amor-. Lo que no sé, en cambio, es por qué lo de rusa.
-No me jodas pues, muchacho-dijo el Zambo, vertiendo un chorro de cerveza en su vaso-. Ni siquiera he terminado el colegio y te las vienes a dar de profesor conmigo.
-Para mí, presiente algo, viejo-dijo Leonardo, viendo cómo el Pelirrojo abandonaba el arma sobre la mesa con una mano temblorosa. El Zambo parecía haber calculado bien. Al otro ya empezaban a fallarle los nervios. En cualquier momento se arrepentiría de estar aquí y tal vez hasta saldría corriendo-. Sí, ahorita se retira.
-Creo que un trago antes no me haría nada mal-dijo el Pelirrojo, dirigiendo sus manos hacia las botellas. Se servía la cerveza con lentitud, como si tuviera toda la vida para hacerlo. ¿O se demoraba a propósito?-. Puedo, ¿no?
-Sí, claro-dijo el Zambo, acomodándose en la silla, carraspeando-. Por qué no.
-Disculpen, esto me ha dado una sed increíble-dijo el Pelirrojo. Coló el licor por su boca y, de golpe, un gesto desafiante envolvió su rostro-. ¿Que no era hombre si no jugaba a la Ruleta Rusa?, ¿que no era tan avezado como ustedes para conseguirme un arma?, ¿que no merecía estar con ella? ¡Faltaba más!
-Está bien, mi amigo, lo que usted diga-dijo el Zambo. Había atrapado un fósforo con sus dedos, raspado su cabecita contra la mesa y encendido otro cigarrillo. El humo se elevaba con bucles siempre deformes-. Pero apúrese o quiere que piense otra cosa.
-¡No lo aliente, viejo!-dijo Leonardo, oyendo las chillonas trompetas de una salsa. ¿Por qué el Zambo no se detenía? ¿Acaso pensaba llevarlo hasta el último? Quizá era él quien hacía algo absurdo al querer evitarlo-. ¿No ve que ahorita es capaz de todo?
-De ninguna manera, señor-dijo el Pelirrojo, y, sosteniendo el revólver firmemente, ubicó el cañón en una de sus sienes. ¿Se daba cuenta de que las personas adelantaban sus caras para ver mejor?-. Como usted decía: Esto sólo lo hace un hombre de verdad.
-Ya pues, amigo, menos cháchara-dijo el Zambo, expeliendo un manto de humo por las narices. Hacia el final sus palabras se apagaron por completo: alguien había alzado el volumen de la música ¿inexplicablemente?-. O me van a salir raíces de tanto esperarlo.
-Sepa que por ella haría lo que sea-dijo el Pelirrojo. Jaló el gatillo y, como si todo el rato hubiera estado al borde de un abismo, hacia el cual se habría precipitado de forma inevitable, su rostro se descompuso ahora sí con gestos evidentemente intranquilos: abría y cerraba la boca y pestañeaba en continuación. Entonces lo soltó. El ruido vacío del disparo alteró a todos, no al Zambo, que siguió echando humos que borroneaban su figura en la luz menesterosa. El Pelirrojo dejó el revólver y, titubeando un poco, lo deslizó hasta colocarlo bajo las narices del otro. Mostraba una facha de desconcierto y alivio a la vez y su pecho se inflamaba a un ritmo acelerado-. Le...le toca a...a usted, señor.
-Amigo, ya lo sé-dijo el Zambo, enarbolando el arma-. Si usted fue primero, ahora me toca a mí-. Sus frases develaban cierto tonillo de furia y acidez. ¿Es que las cosas podían írsele, acaso, en otra dirección? Tal vez creía que si dejaba de hacerlo sería un cobarde. Aplastó la colilla del cigarro contra el cenicero y se instaló el cañón del revólver en una sien-. No hay que ser genios para saberlo.
-Ahora debe apretar el gatillo-dijo el Pelirrojo, con un chillido desgarrado, suplicante. Por su parte, él quizá pensara, como muy en el fondo Leonardo, que también se había paralizado, que el viejo bajaría de pronto el arma y, sonriendo, diría algo como ya fue suficiente, muchacho, no había sido más que una prueba-. Aunque si lo prefiere...
-No, amigo, como usted diga-dijo el Zambo. Y, oprimiendo el ganchito metálico, disparó. El ruido hueco e instantáneo casi ni se escuchó y Leonardo, después del susto y sólo cuando el viejo apartó el arma de su oscura piel, creyó oir una especie de suspiro colectivo con el suyo. El Zambo volvía a reír a mandíbula abierta-: ¿Qué creía, amigo?, ¿que la suerte no podía estar de mi lado?
-Supongo...sí...es mi turno-dijo el Pelirrojo, sin hacerle caso. Parecía decidido a tomarlo con calma, pero la absurda potencia de su voz y su cara, lívida, congelada en una mueca de incredulidad, como si no entendiera lo que estaba pasando, lo contradecían. La torpeza de sus movimientos, al coger el revólver que el Zambo ya había puesto a su costado, era obvia-. ¿Qué...hacer? Sí...es...parte...del juego, ¿no?
-Espero que no se me eche para atrás-dijo el Zambo, lanzándole una nueva mirada de odio-. Y nada de excusas, ¡ah! Los hombres de verdad nunca dejan las cosas a medias.
-No, señor, nunca-dijo el Pelirrojo, reposando el arma en la misma sien, donde se veía que el sudor de su rostro se había magnificado. Ladeó el cañón unos centímetros y, temblando de pies a cabeza, esperó. ¿Se daba ánimos para continuar?, ¿se preguntaba qué diablos hacía allí?, ¿rezaba para que alguien le dirigiera unas palabras salvadoras? Pero, como siempre, nadie decía nada (la gente, a juzgar por sus caras, ya ni pestañeaba). No le quedó, entonces, más que apresar el gatillo y detonar el revólver. El fogonazo sobresaltó a todos y algunos se cubrieron, incluso, los ojos y las bocas.
-¡Carajo!-dijo Leonardo, viendo cómo el cuerpo y la cabeza del Pelirrojo perdían el dominio de sí mismos y caían al piso estrepitosamente y, desde donde estaba, envuelto por las sombras, el tipo parecía ahora tan sólo un bulto cualquiera, una figura trivial-. La vida es una porquería.
-Una porquería sin sentido-dijo el Zambo, estampando su mirada en el aserrín mugroso del suelo, a la vez que el volumen de la música descendía al nivel de los bisbiseos de la gente. La sangre le había salpicado toda la ropa, la cara y los pelos zambaigos-. Aunque, la verdad, a mí éste nunca me cayó bien.
-Yo no pensaba que iba a terminar así-dijo Leonardo, limpiándose el rostro con una punta de su camisa. ¿Por qué no se dio cuenta de que, desde un principio, su viejo lo había engañado? Al menos, se habría ahorrado la preocupación-. Bueno, qué hacemos.
-Ya se verá-dijo el Zambo, sonriendo, y, acercando su silla, lo examinó-. Oye, poco faltó para que lo impidieras, ¡ah!-. De pronto, una sombra se le allegó y susurró algo en su oído y él, como si pretendiera organizar el mundo, volvió a levantar las aspas-: Sí, ya es hora de llamar a la policía-. Luego, giró hacia las otras mesas y, valiéndose de los mismos gestos para seguir dominando a los demás, gritó-. Y, ya saben, ¡ah!, pobre del hijo de puta que me contradiga.
-¿Y Fiorella?-dijo Leonardo, pensando que tal vez disimulaba muy bien, que por eso su viejo no se percataba de lo asustado que estaba, de lo mucho que hubiera preferido que no ocurriera-. Tarde o temprano se enterará.
-Bueno, sí, todo se sabe en esta vida-dijo el Zambo. Había llenado de cerveza los vasos, que, al igual que las botellas, estaban manchados de rojo, y accionaba su cuerpo al compás de la música, una chicha destemplada esta vez-. Me da pena por tu hermana, pero habrá que decirle que su noviecito se ha suicidado.