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Cincuenta años cumplidos. Se dice fácil, pero en la realidad no es nada sencillo soportar eternamente el gran peso de las decisiones no tomadas como si fueran lozas pesadas e infinitas de tantos años  sobre los hombros. Miles de instantes plagados de soledad y amargura quedaron cincelados profunda e irrevocablemente en cada una de ellas. La cumpleañera se enfrenta al espejo y mira ese territorio inmaculado que es su cuerpo cada vez más arrugado, más árido, más seco.

“Cincuenta años sin haber amado” murmura entre dientes, para sí misma, como una confesión celosamente guardada durante tanto tiempo.

Camina lánguidamente por esa habitación que asea escrupulosamente cada día, para salvarla y salvarse del paso del polvo, de la humedad, de cualquier araña que intente invadir los rincones con sus telarañas de redes pegajosas. Todo en su vida ha sido siempre ordenado con esmero. Desde la ropa impecable guardada en el armario en completa armonía clasificada por colores y tipos de telas, pasando por el cabello siempre en su lugar, rematando con el rostro limpio de maquillaje y terminando en el cuerpo custodiado como un templo infranqueable, delgado y estético a fuerza de hábitos bien cimentados…pero el corazón…ese sí que se quedó abandonado, solo y desamparado latiendo mecánicamente a su suerte. 

Pero ahora todo era diferente. Estaba sola, su madre había fallecido y en tanto algunos se dolían de lo abandonada que quedaba, ella en el fondo del corazón se sentía aliviada por fin. Amó a su madre, de eso no había duda alguna, pero también era consciente de que gracias a ella nunca fue feliz. Siempre como un centinela vigilando sus pasos, su mirada y hasta sus pensamientos. Coartándole la libertad, los sueños e incluso su intimidad. Harta de pelear para vivir libremente y cansada de golpes e insultos terminó por someterse a sus deseos.

Cuando miró atrás ya era demasiado tarde. El tiempo había hecho lo suyo, el umbral de sus fantasías románticas y amorosas desapareció ante el crecimiento inevitable de las enredaderas del egoísmo de su progenitora que vivió para subyugarla con el pretexto de no verla sufrir por la ingratitud de un hombre. ¡Y qué sabía ella de las lágrimas de dolor derramadas mensualmente! Cuando su útero vacío denunciaba la falta de vida en su interior desangrándose casi tanto como el cuerpo moribundo de un acribillado en plena contienda.  Un mes más era una oportunidad menos de engendrar una vida, de sentir ese proceso de  crecimiento en el interior del vientre hasta el milagro del nacimiento.

Cincuenta años. Eso ya no sería posible, jamás crecería una vida en su interior.

Entre sus brazos solo hubo cabida para la pesadumbre y el resentimiento. Por lo mismo, prefirió mejor aislarse entre las cuatro paredes de su casa en donde no podía alcanzarla la envidia que le inspiraban las otras mujeres, aquellas que sin ser tan dignas como ella sí se consumaban como esposas y como mamás. Sabía que nunca haría acopio del valor suficiente para enfrentar a su madre y rebelarse y terminó resignándose a ese destino ingrato y repleto de  nostalgias.

Tanto cuidarse y ahora se preguntaba para qué, finalmente se cuida quien desea vivir más, lo cual no era su caso, atiende su cuerpo quien piensa ofrendarlo a su gran amor, y esa, tampoco era su realidad. Además, nunca tuvo nada que le perteneciera realmente, vivía en casa de su madre, llevando una vida que presentía no era la suya,  sin que le correspondiera la lluvia con sus recuerdos melancólicos, ni el sol con su tibieza y esplendor. Tampoco el cielo infinito y milagroso que jamás pareció advertir su presencia muda como un cadáver olvidado dentro de esa casa que la hería de tan cerrada y silenciosa que se quedaba siempre, como una tumba que en vida resguardó con efectividad sueños y anhelos para asfixiarlos sin piedad.

A veces gritaba en silencio, se rebelaba en su interior, maldecía sin ton ni son. Pero nunca emitía alguna voz, se encerraba en su habitación yerma para esconderse como cuando niña en un rincón y con la cabeza entre las piernas se decía a sí misma que era mejor callar, que era mejor morir, que si fuera valiente se ayudaría a morir. Más luego acallaba aquella voz también, la cortaba de tajo porque se sabía cobarde, porque adivinaba que nunca tendría vida posible fuera de la vida que su madre había fabricado con crueldad para ella.

Aún  así estaba él…Damian. El hijo del tendero de la esquina que diariamente tocaba su puerta para entregarle las provisiones del día. Era un muchacho como cualquier otro, ni siquiera guapo, en  momentos de lúcida reflexión hasta aceptaba que era ordinario. Pero algo en su mirada la hacía temblar internamente haciendo irresistible esa sonrisa, la piel tersa y lozana tostada por el sol bajo la cual asomaban músculos fuertes y arrogantes. Se imaginaba protegida entre esos brazos morenos, refugiándose en aquel pecho enorme e infranqueable como un  muro colosal. ¡Pero acababa de cumplir 50 años!. Y su cuerpo no conocería de caricias ni sus labios del sabor de los besos. Era tan virgen como cualquier colegiala, pero tan madura como un higo seco.

El sonido del timbre en la puerta la obliga a dejar sus reflexiones a un lado.

Se asoma por la ventana con discreción y comprueba que es Damian. Se acomoda el cabello una vez más, humedece sus labios y pellizca sus mejillas fuertemente para que se sonrojen. En un arranque de atrevimiento, desabotona la blusa negra de luto y corre a abrir.  

 

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