Corría el mes de Julio del año de Dios de 1799, el buque en el que navegaba llevaba por nombre Antilea, era un navío de mediano tamaño, transportaba, en su mayoría, personas que se encontraban de paseo entre las costas del exuberante mar del caribe, un paseo por demás peligroso, por estar estas llenas de asaltantes dispuestos a atacar cualquier embarcación.
Yo era seguramente uno de los pocos que no viajaba por placer, tenía que llegar al pequeño puerto de San José para terminar con un negocio que me estaba perjudicando demasiado. Como decía, el buque navegaba tranquilamente bajo el cielo azul profundo y sobre las cristalinas y verdosas aguas del mar, de vez en cuando un cardumen de centelleantes peces cruzaban el agua cortando el monótono ir y venir de las olas. Un viento tibio cruzaba de popa a proa levantándome el flequillo que caía sobre mi frente, hacía calor, me estaba prácticamente cocinando bajo la delgada camisa de seda blanca que ubría mi torso.
Apoyado sobre los codos en el barandal, sentía mecerse el navío suavemente, levantaba la vista para observar las maniobras de los marineros allá en las alturas, donde arriaban y desplegaban las velas del barco para capturar al viento, las voces de los demás pasajeros que poblaban este mundo llegaban a mi como un sonido añadido al que producían las olas estrellándose con la quilla del barco, no prestaba atención a la charla de la gente, no prestaba atención a la gente misma.