Corría el mes de Julio del año de Dios de 1799, el buque en el que navegaba llevaba por nombre Antilea, era un navío de mediano tamaño, transportaba, en su mayoría, personas que se encontraban de paseo entre las costas del exuberante mar del caribe, un paseo por demás peligroso, por estar estas llenas de asaltantes dispuestos a atacar cualquier embarcación.
Yo era seguramente uno de los pocos que no viajaba por placer, tenía que llegar al pequeño puerto de San José para terminar con un negocio que me estaba perjudicando demasiado. Como decía, el buque navegaba tranquilamente bajo el cielo azul profundo y sobre las cristalinas y verdosas aguas del mar, de vez en cuando un cardumen de centelleantes peces cruzaban el agua cortando el monótono ir y venir de las olas. Un viento tibio cruzaba de popa a proa levantándome el flequillo que caía sobre mi frente, hacía calor, me estaba prácticamente cocinando bajo la delgada camisa de seda blanca que ubría mi torso.
Apoyado sobre los codos en el barandal, sentía mecerse el navío suavemente, levantaba la vista para observar las maniobras de los marineros allá en las alturas, donde arriaban y desplegaban las velas del barco para capturar al viento, las voces de los demás pasajeros que poblaban este mundo llegaban a mi como un sonido añadido al que producían las olas estrellándose con la quilla del barco, no prestaba atención a la charla de la gente, no prestaba atención a la gente misma.
Un suave y delicioso aroma ahuyentó de mí aquellos ermitaños pensamientos, jalándome al mundo de las gentes con un espasmo de brutal desenfado, volteé el rostro para ver de quién provenía tan aromático efluvio, no vi demasiado, un sombrero de excesivo tamaño cubría casi toda la perspectiva de la dama que, apoyada con una mano en el barandal, me daba la espalda. Sujetaba el gran sombrero con la mano derecha, mientras que con la otra mano creaba para si una pequeña corriente de aire al agitar un gracioso abanico color plata, hablaba animosamente con una dulce niña que le pedía algunos caramelos, la tenue resistencia de la dama se disipó como la brisa y momentos después la niña corría por cubierta con una sonrisa que reflejaba su triunfo y con una pequeña bolsa de caramelos entre las manos.
- A los niños es difícil negarles algo - dije - peor aún si son tan encantadores como esa niña - dije.
La dama se volteó y la respiración huyó de mi pecho. Era la primera vez que algo así sucedía conmigo, la dama dirigió sus
oscuros ojos hacia los míos y sonriendo me dijo algo que no entendí (tan turbado estaba) y se fue, se despidió haciéndome un ademán con su delicada mano.
Decir que esperaba pacientemente un nuevo encuentro con aquella dama sería entrar de lleno en una absurda mentira, gritar que la busqué frenéticamente a partir de ese momento, sería obrar con la verdad, aunque ese primer día me haya quedado clavado en la madera sin ningún poder de reacción.
La encontré al día siguiente sentada al borde del "salón de juegos", que era como se le llamaba al lugar donde los niños tenían rincón para hacer travesuras y divertirse. Su delicado perfil mostraba la atención con la que observaba a un grupo de niñas que jugaban a la rayuela en medio de aquel patio, la tierna niña de los caramelos sobresalía allí como una dulce torre de azúcar y a momentos levantaba la vista para vigilar a su preocupada vigilante.
No me animaba a acercármele, parecía que la voz se me había hecho tan gruesa que sonaría como el croar de una rana, me sentía desgarbado, un alfeñique, gordo y fofo; jamás la confianza que tenía en mi mismo había quedado tan mal trecha, la dama que estaba sentada allí, a unos metros de mi, había logrado con una sola aparición, destrozar de punta y canto todos mis valores internos.
Un viento cruzado sopló sobre la cubierta del barco, llevándose consigo casi todos los sombreros de los que estábamos allí sentados, casi instantáneamente volteé a mirar a la dama que turbaba mi ser, una suave capa de negros y ondulados cabellos que se habían arremolinado con la fuerza del viento caían ahora suaves sobre sus delicados hombros, la trigueña y tersa piel de su rostro acurrucaba una fina nariz, una sensual boca dibuja una divertida sonrisa, sus oscuros y almendrados jos estaban coronados por unas negras cejas que cubrían sus hermosas pestañas, una suave risa llenaba todo con una alegría que me cortaba el alma.
Luego giró el rostro hacia mi, sus ojos quedaron en dirección a los míos y su mirada se posó en la mía, la comisura de sus ojos se frunció en milímetros en el esfuerzo por mirar y recordarme. Luego, la atención que había enfriado sus facciones se deshizo cuando pareció reconocerme y una dulce y amable sonrisa se dibujó en ella y me mostró esa hilera de dientes perfectos que se me ofrecían amables.
- Buenos días - me dijo
- Buenos días - contesté inclinando la cabeza galantemente, al hacerlo pude ver que su ancho sombrero estaba allí a un metro mío, lo tomé, lo sacudí con la mayor delicadeza que pude y levantándome del asiento fui al suyo para entregárselo en la mano. Fue como la descarga de un rayo de tormenta sentir la piel de su mano en contacto con la mía.
Me quedé con ella todo el día, mientras me contaba su vida, mientras me contaba de su niña, de su viudez y de su... noviazgo, esto último partió mi ser como una nuez, dejando al descubierto mi corazón a los embates de un frío extraño que contrajo mi alma. Aunque su noviazgo no era definitivo sí era serio, el galanteo de un oficial de la marina californiana habiase ganado el aprecio suyo y el incondicional cariño de su hija, aunque no era mucho lo que se veían, si se escribían constantemente.
Aquel día fue hermoso y aquellos que le siguieron fueron inolvidables, le declaré el amor que había nacido en mí una noche mientras mirábamos la plateada luna llena apoyados en la baranda en el mismo lugar donde la viera por primera vez, ella no me dijo nada, me miró como solo ella sabe hacerlo pero no me dijo nada y yo nada pude deducir de la mirada incógnita que brillaba en sus ojos.
El viaje duró dos semanas, las dos semanas mas felices de mi vida, viví como si fuese aquella mi propia familia, yo, que jamas pensaba en encadenarme a un hogar, si ella hubiese dicho solo una palabra, allí mismo renegaba de mis pasadas convicciones y unía mi vida a la de ella, sin ningún reparo.
Una mañana que llegamos a costas mejicanas ella me dijo adiós, tomó otro barco y se fue, solo su dulce niña se dio la vuelta para despedirse, y con aquella espontaneidad que solo los niños poseen, me mandó un beso desde las escaleras que las alejaban de mi vida. Y desde aquel amanecer que su barco partió vivo constantes horas de tormenta, envuelto en un mar embravecido por la melancolía y el amor, recordándola, amándola, sintiéndola con mas fuerza a cada minuto.
Por eso me recluí aquí, en esta solitaria isla, donde nada me quitará su recuerdo, donde nadie me dirá que ella ya tiene dueño.
F I N