Decir que esperaba pacientemente un nuevo encuentro con aquella dama sería entrar de lleno en una absurda mentira, gritar que la busqué frenéticamente a partir de ese momento, sería obrar con la verdad, aunque ese primer día me haya quedado clavado en la madera sin ningún poder de reacción.
La encontré al día siguiente sentada al borde del "salón de juegos", que era como se le llamaba al lugar donde los niños tenían rincón para hacer travesuras y divertirse. Su delicado perfil mostraba la atención con la que observaba a un grupo de niñas que jugaban a la rayuela en medio de aquel patio, la tierna niña de los caramelos sobresalía allí como una dulce torre de azúcar y a momentos levantaba la vista para vigilar a su preocupada vigilante.
No me animaba a acercármele, parecía que la voz se me había hecho tan gruesa que sonaría como el croar de una rana, me sentía desgarbado, un alfeñique, gordo y fofo; jamás la confianza que tenía en mi mismo había quedado tan mal trecha, la dama que estaba sentada allí, a unos metros de mi, había logrado con una sola aparición, destrozar de punta y canto todos mis valores internos.
Un viento cruzado sopló sobre la cubierta del barco, llevándose consigo casi todos los sombreros de los que estábamos allí sentados, casi instantáneamente volteé a mirar a la dama que turbaba mi ser, una suave capa de negros y ondulados cabellos que se habían arremolinado con la fuerza del viento caían ahora suaves sobre sus delicados hombros, la trigueña y tersa piel de su rostro acurrucaba una fina nariz, una sensual boca dibuja una divertida sonrisa, sus oscuros y almendrados jos estaban coronados por unas negras cejas que cubrían sus hermosas pestañas, una suave risa llenaba todo con una alegría que me cortaba el alma.