Cómo comenzó toda esta historia en la que mi amigo perdió su virginidad opuesta, por decirlo con la mayor afabilidad permitida, después de haber sido tan promiscuo dentro de la facción "hetero".
Cuando vi el enema tragué grueso, el artefacto más que de curación parecía pieza fiel inquisidora; modelo viejo, luenga y ancha, era lo más próximo a un tallo de papaya enana. Por lanzar cualquier eufemismo justo a la honra del flaco, me opuse sin perder la compostura, porque de hecho me alteraba ponerme en su pellejo. Ni siquiera podían sostenerla entre ambos pares de mano, del doctor y la enfermera.
- Por Dios, el recto no es una vagina- les afirmé apoyándome de palma abierta en la pared, me faltó el aire- , por el honor y la salud de mi amigo, me opongo a que le metan eso.
La mirada remendada del galeno era de pocas esperanzas, mientras que la enfermera trataba de retraerse para no reventar la carcajada, inspirada ya fuese en mi cara de espanto o por la gracia inherente a la tragedia ajena.
- Si no lo hacemos morirá- dijo el médico, agitándola al aire como lazo de ganado.
- ¿Qué no hay otra forma para un varón? - pedí, encumbrando la voz.
Me rasqué la frente con una negativa en llama de cuello recogido y ceño enroscado.
- ¿En seco?- pregunté, proclive a la propuesta descabellada de curación- . Pobre flaco, cuando lo sepa me matará.
- Hay cremas...- sugirió el galeno, exponiendo dominio encubierto del tema.
- Pero que se las unte ella- pedí afirmativamente- , ella, que lo haga todo, y que nadie más vea.
El doctor aflojó la risa, por lo que casi le desmando un derechazo, no sólo por su indolencia ante el dolor del prójimo sino también por la burla.
- No estamos hablando de un supositorio- le aclaré casi gritando.
- No se preocupe, nadie aparte de nosotros tres lo sabrá- aseguró la enfermera, tratando de bregar confianza en contra de la estupidez de su superior- , además, yo lo haré todo.
La aparté halándola con suavidad por el hombro, a cierta distancia del médico.
- Señorita- le dije, con la gravedad que encajaba- , ese flaco al que le va a meter eso, es mi amigo, macho, varón, masculino, con muchas mujeres. ¿Entiende la seriedad de esto?.
- Yo sí, pero tal vez usted no- dijo con pocos pelos- . Su amigo se está muriendo, y si no actuamos ya, o se muere o la fiebre lo dejará vegetal. ¡No exagere tampoco!.
- ¿Exagerar?, ¿Yo?, qué opinión puede tener una mujer en todo esto, si ustedes...
- ¡Sin ofensas!, cuidado- replicó ella.
Tuve que contenerme, después de todo tenía razón, sin contar que le estaba hablando exactamente a la encargada de aplicarle el tratamiento al flaco.
- Sólo respóndame algo- le pedí, reconsiderando el tono- , ¿le va a doler en el acto?, ¿después? o ¿qué?.
Ella me pasó una mirada compasiva, cuyo trasfondo me puso a dudar.
- Trataremos de que no, ¿OK?- respondió, volteándose hacia el médico.
- Joven- insistí, agarrándola del brazo antes de que se alejara más- , sólo una cosa más.
Tuve que hacerme de mucho aire antes de formular tal pregunta, pero al fin lo hice, con resolución desmedida, rictus congelado y mirada regia.
- Desarrollará tendencias después de...
La hembra, curvilínea pero recatada al peso del traje y la cofia que parecía casco de motociclista, soltó la risa y se alejó de mí, tapándose la boca con la diestra, haciéndome una negativa silenciosa con la zurda.
Si el flaco se enteraba, nunca me lo perdonaría, estaba seguro de eso; aunque tampoco podía dejarlo morir. ¿Y si quedaba con hemorroides?, ¿Y si le quedaba gustando la cosa?, como su amigo nunca me lo perdonaría, era como matarlo vivo. Pero estábamos muy lejos de cualquier centro médico respetable, y como se pintaba su condición no podíamos aspirar a considerar otras opciones; era allí, y en ese momento, o simplemente no habría después. El médico no tenía por qué pedirme aprobación para proceder con el lavado gástrico, de no haberlos visto arrear por el pasillo y entre tropezones la víbora blanca, no me hubiera enterado, quedado libre del cargo de conciencia.
- Tú lo pedirías con dedos de mujer, pero negro y grandote, ¿Ah?- dije, volteándole la broma.
Me miró serio dirigiéndome una mirada con esfuerzo mascullado, de mal tracto y risa hemipléjica. No le gustaba perder, siempre a la cabeza de todo, pidiendo igual, exigiendo derechos en exceso, terco; por eso lo de la lavativa, por gritar derechos sin conocer los costos.
Ese día veníamos de la playa con las redes vacías, no habíamos pescado ni una sola sirena. La tarde lacónica, como siempre nos arrojó a un bar de espuelas sin filo, a la postrimería de un camino opuesto por varias horas al de regreso. Como era la tradición, rompimos el hielo con dos jarras de cerveza discutiendo estupideces hasta que nos pegó un hambre de locos.
- Si quieres que regresemos otro día, tráenos comida- dijo el flaco al dependiente del sitio, que alegaba que sólo quedaban sobras mal puestas y preñadas de aceite pasado.
El flaco hablaba sobrio, con la clásica diplomacia de sus estados superlativos en la gestación de un arranque promisorio. Es que así era el flaco; yo, varias libras por encima de las suyas, podía callarlo de un malintencionado codazo en el bajo vientre, pero lo toleraba por una amistad más pesada que todo mi cuerpo. Y no sólo eso, sino que lo sacaba de sus líos en las cantinas, y con las mujeres que tampoco quiso compartirme.
- ¿Pero por qué a mí me sirves menos?. Tráeme como a él, que yo trabo más y necesito más que él- le gritó al dependiente, cuyo esfuerzo por atendernos bien era obvio ante la impertinencia de mi amigo.
- ¡Flaco!, ya cállate, tu nunca has comido tanto. Estáte quieto hombre- le tuve que gritar, sacudiendo entre las manos la mesilla de madera con mi plato de comida encima.
- ¿Por qué a ti siempre te sirven más?, ya me cansé de esto. ¡Y no me alces la voz!- me gritó, levantándose de cuajo para señalarme directo a la cara.
Con la sabiduría y prudencia hasta donde estiraba mi paciencia, afilé el diente e ignoré su espectáculo, apegándome más al plato de fideos chinos.
- Eso es- gritó cuando el señor le trajo la palangana y el cucharón de metal, llena con fideos recogidos de las sobras del día- . Carne, tráeme carne ahora.
- Eso si no tenemos- refutó el despachador, con un leve aire de introspección.
- Consíguela- insistió el flaco- , donde sea, mata a un gato, fríe un ratón, esto no se come sólo, o ¿tengo que enseñarte a hacer negocios también?.
De dónde le sacaron la carne, nunca supe, pero a los minutos le trajeron dos sartenes repletos de trozos, que por probarlos solamente, me parecieron pedazos de neumáticos fritos, con cierto sabor a café crudo.
- Ya verás que yo también puedo, porque tengo iguales derechos de alimento que tú, y quiero que me traten igual- insistió, hablando conmigo pero mirando al dependiente, como si le impartiese una máxima moral.
Y así lo hizo, vació la hoya, y los dos sartenes, con otras jarras más de cerveza. Nunca vi a nadie comer tanto, parecía un cerdo bípedo. Agarraba la cuchara como recluso, echándole el antebrazo contra la palangana, como si alguien se la fueran a quitar. Parecía un perro hambriento, pelaba los dientes como tal, arañando la cubierta de la paila. No masticaba, engullía la comida, bajándola a buches inflamados de cerveza tibia.
- Flaco, deja eso- le ordené.
Él trató de responderme, pero en el esfuerzo casi se atora; sólo golpeó la mesa de un rodillazo por debajo, y siguió metiéndole al pebre sin mayor reparo. La gente del bar lo rodeó, arengándolo a que siguiera hartando.
La ovación fue magistral cuando soltó la paila y las sartenes, se había comido todo; la barriga le estallaba en una carencia de aliento, que no lo dejaba hablar y de a poco respirar. Sólo hacía gestos de aprobación y compartía risas, sin cruzar palabra, atragantándose de cerveza para bajar la andanada de comida, que debió haberle subido hasta el esófago cuando empezó a eructar amagando de vómito, como sapo croando en agonía clorhídrica.
- ¿Estás bien?- le pregunté a lo bajo.
Su cara había perdido color, los labios le temblaban junto a la mitad de la cara, tenía las orejas atizadas en sangre. Sacudimos el silencio con miradas soliviantadas al ras del tablón con patas que nos separaba. Él sin habla y yo sin saber qué decir, un nervio desnaturalizado entre ambos; yo, esperando la reacción, él demorándola por mero espíritu de contradicción.
No supo contenerse mucho, el primer vómito regó el piso; se levantó, contrayéndose hacia la mitad del cuerpo, golpeándose el vientre con el puño derecho, y el ceño comprimido en una sola gran arruga doble. Trastabilló con el marco del dolor cuadrado desde la frente hasta el mentón, apartó una manada de borrachos interpuestos de adrede pero con buena Fe, y siguió hacia el baño.
- ¡Idiota!- le grité, tomando un sorbo solitario de cerveza, más baba que otra cosa, lo que quedaba en la jarra.
Entonces empezaron los gritos, de constipación en parto líquido.
- Allí está el chorro de picante, la mostaza, la salsa china, y la de tomate en su apogeo- le grité al dueño del bar restaurante, que salió asustado de la cocina, al lado del baño.
Luego transcurrió un mazo de minutos callados, sin que le oyéramos pronunciarse desde las profundidades del baño. Olfateando el problema, no me quedó más que levantarme, y caminé apurado hacia el baño. La puerta estaba abierta, no había tenido tiempo de cerrarla; estaba regado sobre la taza, con los pantalones sobre los tobillos, los brazos guindando y la cabeza caída hacia atrás de los hombros. Me lo eché al hombro y lo tiré en el vagón de la doble cabina del dueño, que sólo aceptaba muerte en los predios por peleas, nunca por alcohol y mucho menos por comida.
Mientras llegábamos al hospital más cercano, que luego resultó una clínica de mala muerte, matasanos, desvirganalgas, el sereno le cayó mal y llegó prendido de tal fiebre que lo encueraron metiéndolo en una tina repleta de hielo; entonces vino lo del enema.
Su voz de poco estrógeno repintó el entendimiento del flaco, que remontó las pupilas en el cauce de una mirada débil hacia mí.
- Gordo, casi pelo el bollo- me dijo tratando de sonreír, en hernia directa a la comisura derecha.
Más que una risa, se le treparon a la frente todas las arrugas de la cara en un sólo nudo gris, como una torcedura de alma.
- Me asustaste flaco- le respondí- ¿Cómo te sientes?.
- Bueno, mejor- aceptó en un parpadeo de casi desvanecimiento- , aunque no bien, debí haber obrado la vida...
La enfermera y yo cruzamos miradas de complicidad ratificada.
- Eso te salvó- le dije, sonriendo a la mitad, y el resto bajo una tristeza hermética.
- Bueno, entonces vale- aceptó con la serenidad típica del ausente.
Cualquiera diría que la lavativa le cambió el estilo de vida porque desde entonces no volvió a exigir "cosas"; yo todavía sustento la teoría de que más que la lavativa de por sí, fue el roce con la muerte lo que lo cambió. Como fuere, su supervivencia compró mi conciencia y no tuve más remordimientos.