Si el flaco se enteraba, nunca me lo perdonaría, estaba seguro de eso; aunque tampoco podía dejarlo morir. ¿Y si quedaba con hemorroides?, ¿Y si le quedaba gustando la cosa?, como su amigo nunca me lo perdonaría, era como matarlo vivo. Pero estábamos muy lejos de cualquier centro médico respetable, y como se pintaba su condición no podíamos aspirar a considerar otras opciones; era allí, y en ese momento, o simplemente no habría después. El médico no tenía por qué pedirme aprobación para proceder con el lavado gástrico, de no haberlos visto arrear por el pasillo y entre tropezones la víbora blanca, no me hubiera enterado, quedado libre del cargo de conciencia.