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- Flaco, deja eso- le ordené.

Él trató de responderme, pero en el esfuerzo casi se atora; sólo golpeó la mesa de un rodillazo por debajo, y siguió metiéndole al pebre sin mayor reparo. La gente del bar lo rodeó, arengándolo a que siguiera hartando.

La ovación fue magistral cuando soltó la paila y las sartenes, se había comido todo; la barriga le estallaba en una carencia de aliento, que no lo dejaba hablar y de a poco respirar. Sólo hacía gestos de aprobación y compartía risas, sin cruzar palabra, atragantándose de cerveza para bajar la andanada de comida, que debió haberle subido hasta el esófago cuando empezó a eructar amagando de vómito, como sapo croando en agonía clorhídrica.

- ¿Estás bien?- le pregunté a lo bajo.

Su cara había perdido color, los labios le temblaban junto a la mitad de la cara, tenía las orejas atizadas en sangre. Sacudimos el silencio con miradas soliviantadas al ras del tablón con patas que nos separaba. Él sin habla y yo sin saber qué decir, un nervio desnaturalizado entre ambos; yo, esperando la reacción, él demorándola por mero espíritu de contradicción.

No supo contenerse mucho, el primer vómito regó el piso; se levantó, contrayéndose hacia la mitad del cuerpo, golpeándose el vientre con el puño derecho, y el ceño comprimido en una sola gran arruga doble. Trastabilló con el marco del dolor cuadrado desde la frente hasta el mentón, apartó una manada de borrachos interpuestos de adrede pero con buena Fe, y siguió hacia el baño.

- ¡Idiota!- le grité, tomando un sorbo solitario de cerveza, más baba que otra cosa, lo que quedaba en la jarra.

Entonces empezaron los gritos, de constipación en parto líquido.

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