Durante un tiempo de su adolescencia Lorena creyó que a su carne y a su alma le sucederían cosas importantes. Hoy, duda de haber sido seleccionada para el reparto de felicidades.
Primera de dos hermanas, vino al mundo después de un varón, primogénito del matrimonio finalmente desavenido. Su padre, dándose por satisfecho en eso de tener hijos y de cumplir con los deberes maritales, tomó distancia de tales compromisos y partió una tarde con rumbo desconocido, hacia un paradero jamás informado. Algo contrito, al marcharse prometió asistencia alimentaria, según lo estipula la ley. Pasados dos meses esa madre y sus cuatro hijos, no recibieron remesa alguna de dinero y conocieron la indigencia. El calendario marcó, poco más adelante, la fecha de una próxima adversidad con el anuncio de desalojo, en boca del dueño de la casa alquilada.
Un hermano de Elcira, compadecido, les ofreció albergue y manutención. Lorena contaba con trece años. A ese tío solidario le bastaron cinco días para mostrarse sin escrúpulos y abusar de la niña. Su condición de benefactor lo hacía considerarse con ese derecho. La madre se resignó a ese trueque perverso, temerosa de poner en riesgo el amparo y la supervivencia de sus otros hijos.
Al igual que sus hermanas Lorena creció, gracias a la vida que, por precaria, se fortalecía con solo el aire que respirara para sobreponerse a las carencias. Aún si la ingesta de alimentos se producía con salteada frecuencia. Día de por medio esa madre abandonada conseguía, a duras penas, alborotar los estómagos con una modesta digestión.
El tío protector, en tanto, probaba el mejor de los bocados.
La infancia de las hermanas más chicas, la pubertad vejada de Lorena y la adolescencia fugaz de Juanito, el primogénito pasaron como un viento del que ellos no pudieron aspirar sus mejores aromas.
Los cuerpos de las jovencitas, empero, no acusaban la estrechez de recursos ni dejaban de crecer en el reducido espacio donde vivieron por largo tiempo. Se desarrollaban a impulsos de un mandato genético irreversible, heredado de Elcira cuya planta era pródiga en atributos físicos.
Lorena alcanzó los quince años rebelándose con suficiente asco como para intimidar a su tío, amenazándolo con degollarlo si volvía a tocarla. A esa edad pudo trazar, con nitidez, la línea divisoria entre la adolescente cautiva y la mujer necesitada de independencia. Su paso por el colegio secundario fue breve. Con un futuro incierto, haría de su instinto femenino un aliado de su generosa anatomía. Algunas exclamaciones a su alrededor, cuando caminaba, la convencían de poseer cualidades físicas innatas. Constató el irresistible hechizo que irradiaban sus ojos vivaces. Asimismo, el demoledor efecto que causaba una blusa liviana combinada con una pollera corta. No faltó la ocasión en la que pudo verificar, de una vez y para siempre, que con una pequeña dosis de seducción dejaba a los hombres en estado de imbecilidad.
Ramiro, un chico del barrio, la conoció una mañana en la que ella se dirigía al supermercado. A su paso, la acribillaban a silbidos los obreros de una obra en construcción. Sonaban en dos escalas estridentes mezcla de admiración, de piropo guarango y de calentura repentina. Inducido por esos silbos procaces Ramiro observó a Lorena con mayor detenimiento. Su reacción, entonces, no fue la de silbar, como lo hacían esos hombres rudos. Lo suyo fue invisible y silencioso. Sintió un súbito estremecimiento en la entrepierna y el deseo irrefrenable de alcanzarla. A su lado, no supo qué decirle. La acompaño un trecho sin esperar consentimiento. Lorena parecía dispuesta a no prestarle mucha atención. En realidad, ella se comportaba de la manera con que las mujeres consiguen de los hombres que redoblen sus esfuerzos para conquistarlas.
Ramiro pudo balbucear algunas palabras mientras alternaba sus miradas dirigidas al rostro, al escote y furtivamente a las pantorrillas firmes de Lorena.
Creyó desvanecerse, como si el cerebro entrara en cortocircuito. A ella le ocurrió algo similar, aunque manteniéndose serena e inexpresiva. Este aplomo le permitió detectar la turbación de Ramiro, además de intuir que podría decirle palabras atrevidas.
Se repitió un silbido, esta vez burlón, de parte de un obrero, fastidiado quizá por verlo a Ramiro acompañar a una hembra de grueso calibre, como seguramente la calificó.
Ramiro, desafiante, levanto un puño y el otro se rió a las carcajadas arriba del andamio y haciendo un gesto de bombeo con la mano.
Lorena creyó ver en Ramiro a un hombre protector y con agallas. Necesitada de sustituir la imagen pobre que tenía de un padre ausente y la de un tío abusador, en ese instante se dejó subyugar. Paladeó el nombre de Ramiro tras escuchárselo revelar a él y lo repitió afectuosa, como si otro en el mundo no le fuera más entrañable.
A él lo conmovían sensaciones opuestas y a ella las que le sugerían el nacimiento de un amor. Lo presentía suyo a Ramiro y digno de amarlo. El, en cambio, fantaseaba con desnudarla. Imaginaba lidiar con sus ropas hasta sacárselas a los tirones y practicar con ella diez maneras distintas de hacer el amor. Que para eso había memorizado posturas diversas del Kamasutra y mantenido charlas ilustrativas con sus amigos, aspirantes todos a la consagración erótica.
Excitado, sentía aflorar el deseo como una erupción en la piel. Eligió unas pocas palabras para decirle, sin artilugios: “Estás muy fuerte y quiero acostarme con vos”.
Recién por la tarde del tercer día Lorena acepto de Ramiro que la llevase a su casa, siempre que no estuviesen presentes sus padres.
Y así fue.
Por demasiado ansioso él no pudo entregarse al juego previo de la seducción y se comportó arrebatado. Lorena prefirió la sumisión y algún recato, pero enseguida la paralizó el recuerdo de su madre diciéndole que “los hombres son todos unos atorrantes de los que debía aprovecharse antes que lo hagan ellos”.
Lorena no se sentía segura de cumplir con esa premisa. Aterida de miedo, al verlo a Ramiro inclinándose sobre su cuerpo, se le figuró el tío que la tomaba, indefensa para someterla. Pudo superar esa atroz suposición y ceder lentamente a una entrega que deseaba fuese placentera y luminosa. No esperaba sentir rechazo por el sexo como lo sintió, culpa de un hombre perverso que había anulado su capacidad de gozo. Disimuló un placer que no experimentaba y del que nunca, en su vida, le fue pleno y merecido.
Finalmente le permitió a Ramiro alcanzar un estado de gracia.
Ella lo recuerda a ese día como a ningún otro. Fue el de sus comienzos. Progresivamente dominaría a la perfección el arte de simular y provocar el goce.
Muchas veces actúa con arrogancia y si es necesario hasta con malicia, para reducir y humillar a los hombres con ínfulas de supermachos.
El mayor esfuerzo lo realiza su cuerpo. Independiente de su alma con él, flexible y dominante, sabe como dejar a todos en estado de imbecilidad.
Rene Bacco