Hasta el momento de la cena no me di cuenta de cuantas personas habitaban en la casa, así que mientras Cidro conversaba con todos los criados presentes, y ellos les daban cuenta de todo lo sucedido en los últimos meses, yo me dediqué a contar el número de personas que trabajaban en esa casa, y mientras tomaba la sopa conté doce cocineras, al tiempo que masticaba mi pollo al curry con arroz del medio oriente conté veintidós criadas, de modo que cuando terminaba mi postre conté cuarenta y tres peones, que sumados a los capataces de turno, calculé que habían como ochenta personas, lo que me pareció el peor desperdicio de recursos humanos, cosa que borré al día siguiente cuando caí en la cuenta de las inmensas proporciones de la hacienda y su ganadería. La habitación que nos asignaron era amplia y ricamente amoblada, con dos camas simétricamente dispuestas y arregladas una enfrente de la otra, yo no salía del asombro al observar como la casa entera estaba provista de todas las comodidades posibles, alfombrada y tapizada de pies a cabeza, con luz eléctrica y agua potable fría y caliente, en ese confín de la tierra, rodeado de niebla, lluvia y sigsales danzantes. Ocupé la cama que daba a la ventana, y apenas nos acostamos descargué toda mi imaginación pueril a mi hermano, una exaltación súbita me cubrió por entero, y tardé en darme cuenta que estaba conversando con nadie, pues a mi hermano el cansancio y la agitación del viaje lo habían dormido instantáneamente.
Josué era tres años mayor a mí, y siempre mas alto que el promedio de niños de su edad, por esa época ya había cambiado de voz, y me consideraba su hermanito menor a quien debía cuidar y reprender si era necesario, yo me dejaba llevar por esa aura de grandor que todos le habían impuesto y lo imitaba cada vez que podía, fue mi héroe secreto.