A partir de entonces todas las noches me despertaba a mirar por la ventana las largas y continuas caminatas de mi abuelo, que al principio se mantenían junto a la cabaña al otro lado del río, pero una noche lo miré en las sementeras frente a nuestro cuarto, y las noches siguientes observé también a la vieja que desde la puerta le mascullaba algo que no llegaba a mis oídos. Así, la noche previa a nuestra partida, me perfumé de valiente, y me escurrí hacia fuera, crucé el puente y me dirigí al granero junto a la cabaña. Lo primero que me llegó fue un hálito de tierra húmeda amalgamada con humo y mierda de pollo, trepé por el armazón del granero con el corazón en vilo; al llegar a la parte superior pude observar a la vieja piromántica sentada en una poltrona roída por la edad, junto a una fogata con llamas verdiazuladas, traía las lanas blancas de pelo volcadas hacia adelante y daba a su momificado aspecto un semblante de ultratumba, murmuraba palabras en una mezcla de dialectos confusos que no pude entender, mientras echaba al fuego ciertos polvos que lo atizaba y lo hacía cambiar de color y forma produciendo toda una gama de sombras que acentuaban su horripilante rostro. Debajo de su poltrona, separó un tablón, agrietado por las sales del tiempo, y sacó un libro tan septuagenario como ella misma, que luego de proferir algunas frases cabalísticas, al mismo tiempo que hacía agitar las lenguas de fuego, producía una densa humareda olor a huevos podridos, observé con un asombro marcado por un miedo turgente, que aparecían palabras y frases en una de las hojas vacías del libro, sin que la vieja tenga ningún contacto con el mismo, fue en ese momento que mi miedo se tranformó en pánico, cuando ella alzó la cabeza y me miró directamente a los ojos, en ese instante ínfimo de tiempo sentí sus dos brazas quemantes que al mirarme me traspasaban por entero, esbozó una maligna sonrisa y yo tuve que hacer una cabriola llana para no perder el equilibrio y quedar plantado en el suelo, así que instantáneamente bajé a horcajadas por un palo inclinado, astillandome manos y rodillas y corrí lo más rápido que pude.
No fue sino hasta cuando estaba de vuelta en la habitación, que me di cuenta que sangraba profusamente de una de mis rodillas, y recordé empapado en un sudor monolítico que caí varias veces durante el trayecto de regreso, me limpié en silencio y me acosté, siempre con esos ojos de fuego quemando mi mente, jamás revelé este episodio a persona alguna. Al día siguiente mientras los albores de vientos chorreantes y lluvias tenues enfriaban lo que el sol no podía calentar, salimos de "Los Jilgueros", rumbo a la ciudad.