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A partir de ese día, no pude volver a ser el mismo. Me angustiaba la lluvia pensando que estarías ahí mojándote en medio de la espera, sufría con los rayos intensos del sol que podrían lacerarte el rostro, quemar tu cuello, lastimar tus brazos desnudos. Pero igual padecía el frío que te haría tiritar. "Ella vende amor". No podía retirar esas palabras de mi cabeza.

Pasaron los meses y mi estancia en el cole terminó al tiempo que el niño en mi se iba apartando de mi lado. Ese verano lo pasé en casa de tía Jacinta. Sufrí lo indecible. Cada hora transcurrida, cada día, cada semana eterna sin verte. Pero mataba el tiempo ayudando en las labores de campo, ese era el objetivo: trabajar y ganar dinero. Cuando por fin terminó la espera y el letargo de tanto tiempo, la tía me otorgó el pago prometido, ¡Qué felicidad la que sentí!

En cuanto llegué a casa busqué cualquier pretexto y salí a toda prisa a tu encuentro con los billetes en el bolsillo del pantalón. Iría a entregártelos, a comprar un poco de tu amor, para tener la dicha de sentir tus ojos descansando en los míos, rozar tu mano tersa y pequeña, podrías dejar esa esquina y descansar a mi lado mientras ambos atenuábamos el calor sentados en la banca del parque saboreando helados, abrazados, con las cabezas juntas, tus rizos perfumados revueltos con mi cabello negro. Y tal vez, hasta me dejarías probar esas fresas jugosas de tus labios rojos sin importar que fueran artificiales.

Corría por la banqueta que me llevaría hasta ti cuando la multitud me hizo detenerme en seco. Algo había sucedido. Había muchos policías frente al farol. Una señora salió de la escena con su acompañante comentando de lo mucho que estaban tardando en retirar el cadáver.

La sangre se me heló y sentí que se paralizaba el corazón. Como pude me abrí paso entre la gente que se había congregado para observar lo sucedido. Tu mano inerte extendida hacia mi apoyada en el suelo, por primera vez te vi recostada, descansando, los ojos muertos abiertos en dirección a los míos, tu boca de fresa madura dejaba escapar un hilo rojizo como si alguien la hubiera aplastado sin consideración. En tu pecho privado de latidos se coronaba el puñal infame que te había arrebatado la existencia. En ese momento, alguien trajo una manta y te la pusieron encima.

-Ya no te calará el frío- pensé.

No pude más y me fui corriendo de ahí. Atravesé la calle, llegué hasta el parque, pasé por la escuela, no podía detenerme, las lágrimas y el dolor no me lo permitían, hasta que me dejé caer en el piso y di rienda suelta a mi sufrimiento: lloré, grité y maldije al cobarde que había dañado de ese modo al ser más bueno sobre la tierra.

De regreso a casa, completamente destrozado, subí a mi recámara y me senté a escribir esta carta relatando nuestra historia. Tomé unas monedas del dinero que me dio tía Jacinta y compré un globo con helio para lanzarla al cielo aprovechando que sopla un poco de viento. Quiero que viaje a través del firmamento para que el aire disperse las palabras escritas y las lleve hasta ti, que sepas de mi, que me conozcas, porque fui un niño que te amó como ningún hombre pudo hacerlo, con devoción. Noche tras noche rezaré para que estés bien y pediré a Dios que te asigne una nube confortable para que puedas estar reposando pues aún has de sentir el cansancio de tantas horas en espera. Siempre de pie, resistiendo, soportando, sufriendo....como un maniquí viviente que trabaja vendiendo amor.

Elena Ortiz Muñiz

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