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         Rogelio siempre tuvo miedo a la oscuridad. Sin ninguna explicación, ni ningún trauma infantil. Simplemente algo dentro de él le decía que si se quedaba en un lugar oscuro algo terrible le sucedería. Era evidente que aquello era una estupidez y Rogelio era totalmente consciente de ello; pero bueno dicen que los miedos son irracionales y este no tenía que ser más racional que el resto.

         Su terror venía desde que nació. Su madre le había contado aquella historia millones de veces.  Durante el tiempo que estuvo ingresada después del parto, no había llorado ni una sola vez, pues la luz del pasillo del hospital siempre permanecía encendida. Pero una vez lo llevaron a casa, en su primera noche comenzó a berrear con tantas fuerzas que parecía que se iba a ahogar. Pero tan pronto como encendían la luz, sus preocupados padres, el niño dejaba de llorar. Así sucedía una y otra vez; apagaban la luz y berreaba como si fuera el fin del mundo y al encenderla se dormía placidamente como un dulce querubín acariciado por los rayos de luz artificial.

         Cuando lo llevaron al doctor, este no encontró ningún problema físico en el niño, comunicándoles que el niño tenía la salud de un roble y que a esa edad el que llorara a media noche no era nada extraño. Pero sus agotados padres no estaban de acuerdo sólo lloraba cuando lo dejaban a oscuras, alguna explicación debía de tener. Pero ni médicos ni psicólogos infantiles supieron dar respuesta, ya que ninguno de ellos había visto nunca que una fobia se manifestara de forma tan prematura. La única solución que les dieron, fue que se acostumbraran a dormir con una luz encendida hasta que aquel niño tuviera edad para hacer terapia.

         Y así trascurrió la vida de Rogelio, siempre con una luz encendida. Evitando pasar por aquel callejón que le ponía los pelos de punta, y siempre con una linterna en el bolsillo; pues nunca se sabe cuando puede haber un apagón.

         Silvia se removió incomoda en la cama. No podía pegar ojo. Y como era típico en ella, tenía que buscar un culpable a su insomnio que no fuera su propia conciencia. De manera brusca le pegó un codazo a Rogelio que dormía placidamente a su lado. Cuando Rogelio abrió los ojos y vio la cara de Silvia iluminada por los destellos del televisor sin volumen, supo que se avecinaba una discusión.

         –¿Duermes bien? –preguntó Silvia con evidente retintín.

         Rogelio no contestó. Sabía el porqué lo había despertado y también el porqué de aquella pregunta. Cada vez que Silvia no podía dormir mantenían la misma discusión; y Rogelio sabía que la única manera de terminar pronto con la discusión era no decir nada. Así ella se desahogaba y él podría volver a dormir en cuanto ella callara.

         –Tu tienes la culpa de que no pueda pegar ojo en toda la noche. Toda la noche con la televisión encendida. ¿Qué eres un maldito niño? ¿Por qué no puedes dormir a oscuras como las personas normales?

         Silvia tenía razón, él mismo se había hecho aquella misma pregunta millones de veces. Pero no podía evitarlo, y sabía que Silvia le increpaba de aquel modo por que algo que la preocupaba no la dejaba dormir. Pues el resto de noches dormía como un lirón sin importar que hubiera una, o mil luces.

         –Lo siento cariño, si tanto te molesta me voy al salón y así podrás dormir con la luz apagada. –dijo Rogelio, mecánicamente sin sentirlo de veras.

         –Siempre la misma salida. –dijo Silvia furiosa, al parecer esta noche no se iba a dar por vencida tan pronto como de costumbre–. No quiero que te vayas al salón, a dormir en el sofá como si fuéramos un viejo matrimonio. Yo quiero dormir junto a mi marido, como las personas normales. Con las luces apagad…

         Antes de que Silvia acabara lo que estaba diciendo, se le encendió una alarma en la cabeza de Rogelio. Imaginó lo que iba a hacer. Iba a apagar la luz y dejarlo a oscuras. Pero antes de que Silvia pudiera reaccionar Rogelio había encendido la luz del pasillo y se iba para el salón. Pocos segundos después la habitación del joven matrimonio quedó a oscuras. Pero a pesar de ello Silvia continuó sin poder pegar ojo. Por su parte Rogelio, tendido en el sofá con las luces del salón encendidas, fue también victima del insomnio. Por su cabeza no paraba de pasar su comportamiento tan pueril. No paraba de recriminarse que debía haber aguantado al menos unos segundos con la luz apagada. Que debía de empezar a afrontar su miedo poco a poco, aumentando el número de segundos que podía aguantar con las luces apagadas sin gritar. Incluso pensó apagar las luces durante un segundo. Se probaría a sí mismo lo absurdo de su miedo y su valor. Acercó su mano al interruptor, sin llegar a accionarlo. Y así permaneció toda la noche.

         A la vuelta del trabajo Rogelio se quedó mirando como de costumbre aquel callejón. Si lo atravesara se evitaría tener que rodear toda la manzana, pues su casa estaba justo enfrente cruzando aquel callejón. Pero estaba totalmente a oscuras. Había mandado algunas peticiones al ayuntamiento para que alumbraran aquella zona. Pero su petición había sido desoída. Los motivos de la solicitud, no habían sido las referentes a su miedo, por supuesto. En su petición observaba que al carecer de iluminación aquel callejón era foco de delincuencia, prostitución y droga. Aquello no era del todo cierto. Pues era el callejón mas tranquilo de toda la ciudad. Y además el miedo de Rogelio a pasar por aquel callejón no era el hecho de que lo atracaran al pasar. Sino su estúpido miedo a la oscuridad.   Llevaba días bullendo por su cabeza aquella idea. Pero aquella noche entre las risas de la cena, lo había decidido. Aquella noche se enfrentaría a su gran temor.

         César estaba contando por enésima vez la historia de  como descubrió el miedo a la oscuridad de Rogelio. No parecía cansarse nunca de contarla, y el resto de amigos tampoco parecían aburrirse ante la anécdota ya mil veces escuchada, a juzgar por sus risotadas. Rogelio normalmente se unía a la fiesta, sacando otros trapos sucios de César o cualquier otro que estaba en la mesa. Además pocos creían aquella historia, lo cierto es que sólo César y Silvia conocían a la perfección su miedo. Pero aquella noche, Rogelio permaneció en silencio durante casi toda la velada.

         Cuando tuvo ocasión César le preguntó a Rogelio si algo de lo que había dicho le había sentado mal. Lo cierto es que César era un bocazas y en más de una ocasión Rogelio había pensado en patearle la cabeza. Pero en el fondo era un buen tipo, y Rogelio lo sabía. Sabía que si se metía tanto con él era para que se decidiera a enfrentarse a sus temores. Aunque sólo fuera para no oírlo más. Quizás hoy se saliera con la suya.

         –Esta noche voy a hacerlo. –dijo Rogelio a modo de respuesta.

         –¿Vas a hacer, qué? –le preguntó César algo descolocado por la respuesta, pues no guardaba relación con lo que le acababa de preguntar.

         –Voy a enfrentarme a mi miedo. –dijo al tiempo que forzaba una sonrisa –. Quizás después de esta noche no puedas volver a reírte de mí.

         –No te preocupes por eso, ya se me ocurrirá otra cosa, si será por defectos. –y se echó a reír –. Bueno –dijo con tono mas serio  –¿Cuando vas a hacerlo?

         Allí estaban. Rogelio, Silvia y César delante del maldito callejón. Dicen que la manera más efectiva de enfrentarse al miedo al agua es tirarse de cabeza a una piscina olímpica. Lo llaman tratamiento de choque. No hay forma mejor para enfrentarse al terror que el mirar a tus miedos a la cara y comprobar que no te producen ningún mal.

         Rogelio había decidido mirar a su miedo frente a frente, por ello decidió hacer aquello que le producía mas miedo. Atravesaría aquel maldito callejón oscuro. Comprobaría que la oscuridad no le hace ningún mal a la gente. Que su miedo es irracional, y con esta premisa podrá empezar a enfrentarse a todos sus temores.

         Rogelio vaciló durante unos instantes, pero una sensación más fuerte que el miedo invadía su pecho. No supo describirlo, tenía mas miedo del que hubiera tenido nunca, pero en cambio se encontraba con mas fuerzas que nunca para enfrentarse a él. Entonces entró.

         Silvia y César aguardaban oír las palabras de Rogelio al otro lado del callejón. Los dos querían acompañarlo, pero Rogelio se empeñó en ir solo. Tras unos instantes, al no escuchar nada al otro lado se empezaron a impacientar. Quizás había sufrido un shock. Alarmados no tardaron en ir en su busca.

         Cuando su mujer y su amigo atravesaron aquella callejuela no encontraron rastro alguno de Rogelio. Nunca más se volvió a saber de él. Simplemente desapareció. Como si lo hubiera engullido el callejón. Quizás el miedo de Rogelio no fuera tan irracional después de todo. 

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