-Cuentas claras, amistades largas- pensé-. No vine aquí por gusto, ustedes tampoco. ¿No me creen? Vamos, seamos honestos, es más, hay que charlarlo en el cuarto anexo, a un lado de la cafetera. ¿Qué les parece? No, bueno lo tendré que hacer solo. Cómo es la gente, si tan sólo expresáramos lo que sentimos con sinceridad, el mundo sería un mejor lugar.
Detuve mi pensamiento. Estaba por corregirlo cuando entró el expositor. Lo sentí en su mirada, él era el asesino. Mi asesino. Sus ojos me preguntaban de manera burlona:
-¿Yendo por café tan temprano?
Me hubiera gustado decirle que no era personal, el congreso me parecía soso, no él.
Estaba aterrado, mi sangre corría helada. Busque cualquier gesto para hacer la paz, cualquier escusa para escapar de aquel lugar. No obstante, sus pupilas declararon la guerra que su lengua no pudo dictar. Y yo no tuve opción más que aceptar la pelea y combatirla con dignidad.
Eso era, dignidad. Dignidad y orgullo, no iba a dejar que me asesinara, no iba a perder contra este idiota que no podía ver sin sus gafas, por lo tanto seguí caminando. No tenía opción, sólo un poco hombre volvería atrás. Y justo cuando llegué al pasillo central, el expositor, ordenó la muerte de las luces, mis aliadas. Esto no iba a terminar bonito.
– Hasta la muerte- dije. Y acepté que había perdido la primera batalla.
Volví a mi lugar furioso. El expositor, se introdujo cómo Alonso, y en ese mismo instante alcé la calcomanía con mi nombre al aire, como bandera, como un insulto, la alcé para que viera quien había decidido no ceder a la monotonía. La alcé para que supiera quien era su enemigo.
Alonso me miró asustado, siempre una buena señal. No necesitaba del café, mi corazón latía con fuerza, mi sangre nadaba apresurada, y mis ojos estaban bien abiertos y enfocados.
Acontecieron veinte minutos, y comprendí que había subestimado a este contrincante. Ya había lidiado con varios sacerdotes tediosos, unos cuantos suegros nefastos, pero éste, éste aburría hasta a los muertos, y para aburrir a los muertos, vaya que es una proeza.
Transcurrió la primer hora. Yo sudaba, sus palabras eran veneno, me sofocaban, me hacían perder la conciencia. -Aguanta, no te desesperes- me alentaba-, todavía faltan tres horas para el receso.
-¡Tres horas!- gritó mi conciencia enfadada.
-Sí, tres horas –repuse calmándola.
Acepté que no le podía ganar combatiendo con fuerza bruta, su aburrimiento era formidable a comparación de mi voluntad.
–¡Los bolígrafos!- Recordé casi gritando de la emoción.
Las plumas hicieron su deber por un tiempo, y como mosqueteros rechazaron las palabras tediosas del expositor. Se batieron contra las hojas de mi libreta sin cesar, con sed de creación, y a la vez con todo el propósito de aniquilar cada centímetro del papel.
Alonso, desconcertado por mi táctica de guerrilla, poco honorable pero muy efectiva, decidió contraatacar. Hablo despacio, con palabras confusas acompañadas de pocas expresiones faciales. La presentación perdió toda viveza, teñida solamente por los colores blancos y negros, con una tipografía “Times New Roman”. Entre pausa y pausa, el murmullo de la computadora ametrallaba a mis pobres mosqueteros, que ya habían dejado todo en el campo de batalla.
De vez en cuando un tosido me rescataba, yo ya estaba en retirada, ya había aceptado que no podía combatir a este tipo. Me agarraba de cualquier cosa, de cualquier silla rechinando contra el suelo, de cualquier olor fétido para revivir.
Mi corazón latía con menos fuerza, una hora, sólo faltaba una hora.
-¡Una hora es demasiado! – vociferó mi conciencia.
Lo supe; iba a morir. Mis parpados empezaron a pesar más de lo habitual, deje de enfocar, mi cuello perdió la fuerza, y mis extremidades se asemejaron a los fideos tibios de mi abuela.
Empecé a ver el túnel, la blancura, el paraíso. No. No quería morir. Abrí un ojo, levante mi cabeza, llene mis pulmones de ese aire encerrado, mi visión recuperó su fuerza, intente levantarme, pero mis fideos me traicionaron, y caí al suelo cómo pasta mal hecha.
La gente se levanto a mi alrededor. Prendieron las luces. Alonso detuvo su presentación. Bien, todo se vale en la guerra y el amor. Hasta este tipo de golpes bajos. Alonso enfureció-mejor-, pensé. Mi sangre empezó a hervir, más gente revivió. Le había dado la vuelta a la contienda.