“A las madres en su día”
La pobre mujer lo amaba, como sólo solían amar las madres de antes; aquellas que tuvieron el valor suficiente para parir doce hijos; algo así como mamás ametralladoras. Lo quería con cariño muy especial por tener él la cualidad única de ser el menor de la docena. Por fortuna, antes de quedar viuda, su marido tuvo el tiempo suficiente para sacar adelante a los mayores: tres hombres trabajaban y dos mujeres se casaron antes del fallecimiento del señor que obligó a la señora a firmar Carlina T. Viuda de Menéndez; los siete restantes quedaron a la buena de Dios en este valle de lágrimas, como dice el curita en los sermones, y se defendieron en la vida cada uno como pudo, menos el menos que no era tan niño.
La prematura anciana, envejecida por los sufrimientos, sin recursos económicos, sobrevivió con las escasas ayudas de sus hijos casados y mantuvo al duodécimo hasta cuando el adorado cumplió la edad requerida para prestar el servicio militar obligatorio en el ejército de la patria.
Con lágrimas corriendo por las arrugas de sus mejillas, despidió a su hijito que partía en un bus de las Fuerzas Armadas a cumplir con su deber de patriota y aprender a ser hombre durante 24 largos meses. Pasado el tiempo de reclusión en la milicia retornó a la casita materna tostado por el sol, más fornido, con la voz más gruesa, cortado por la falta de práctica durante las primeras afeitadas y con una fotografía en blanco y negro que lo mostraba con el uniforme de fatiga: el fusil sobre el hombro derecho, el cuerpo en posición de firmes y una seriedad de soldado de la patria que no se le podía negar.
El muchacho comenzó a trabajar asalariado en cualquier sitio donde lo recibieran y se le pudo notar desde el principio que prometía cosas mejores: era muy decente, cumplido y eficiente, laboraba sin descanso y distribuía el sueldo en tres partes: una para sus gastos, otra para su mamá y la tercera que paraba en un banco en una cuenta de ahorros; medio comía, medio dormía y mes tras mes acrecentaba la cantidad guardada. Cuando cumplió 22 años, dos después de su salida del ejército, se instaló como patrón, instaló su propio taller y continuó el acelerado ascenso económico que aún continúa hoy, muchos años después.
Lo que tenía que pasar pasó, lo dice la letra de una vieja canción, y contrajo matrimonio, pero siguió ayudando a su anciana madre. Sus hermanos y hermanas casados se llenaron de numerosa prole, sus sueldos no alcanzaban y fueron saliendo por la tangente, o dicho en forma más clara se hicieron los pendejos y dejaron de ayudar a la mamá viuda en cuya casita seguían viviendo sus dos hijas solteras y desempleadas; cada uno pensaba que su hermano menor, más favorecido por la fortuna, era el único responsable del mantenimiento de las tres mujeres que permanecían unidas en el nido familiar.
Durante algunos años Benjamín, el hijo menor, pagó las cuentas de víveres en las tiendas del vecindario y visitó a las tres solitarias aportando algún dinero en cada visita, hasta el día que a su esposa se le ocurrió que era una gran tontería pagar deudas de tres personas cuando él, su marido del alma, sólo era hijo de una de ellas. Aconsejado y asesorado por su esposa comenzó a disminuir su ayuda en efectivo y a discutir por las cantidades que se acumulaban en los cuadernos de los tenderos, pareciéndole cada vez más exageradas, hasta que de pronto suspendió toda ayuda, presionado por su consorte; su progenitora y hermanas iniciaron una larga y triste lucha por la supervivencia.
Las mujeres como pudieron y con lo que tuvieron a mano cultivaron la parcela de tierra alrededor de la casa: en épocas de clima favorable la huerta producía sus frutos y les permitía recoger cosechas suficientes para sus necesidades y algo para vender pero, en otras oportunidades, cualquier noche de helada les mandaba sus cultivos para el infierno. La vaquita que tenían les proporcionaba unos pesos con la venta de la leche y con ese ingreso adquirían los artículos de primera necesidad y de suma urgencia: la vendieron apremiadas por las deudas y los mordiscos que da el hambre.
Pasado un año desde la venta del animal llegó Benjamín acompañado por su mujer y sus tres hijos, llevó a su mamá un bello sufragio en señal de pésame por la muerte de una de sus hermanas (fallecimiento ocasionado por una “acumulación de males” debidos a la desnutrición). No asistieron al entierro porque se enteraron demasiado tarde; mentira, lo cierto fue que Marucha, su esposa, le aconsejó llegar al otro día del sepelio para no tener que colaborar con los gastos. La viejita, con disimulo, le pidió a su retoño colaboración monetaria para subsistir; su nuera, que alcanzó a escuchar, intervino de inmediato para explicar a su queridísima suegra que “antes nosotros hacemos milagros para sobrevivir, imagínese la cantidad de plata que demanda el sostenimiento de tres hijos en la capital y dependiendo únicamente de lo que dejan cuatro autobuses y dos taxis y pagándole a los choferes y los parqueaderos y bla bla bla…” La pobre viejita pidió mil perdones, ella no sabía que la situación de su retoño fuera tan angustiosa y les ofreció que se llevaran las pocas mazorcas que quedaban en las cañas mustias, pobrecitos.
Meses más tarde, para el día de la madre, la viejecita en su lecho de enferma, recibió los humildes regalos de casi todos sus vástagos y nietos; a los tres días apareció el menor con Marucha, traían un paquete rectangular de apreciable tamaño, no muy grueso, envuelto en fino papel de regalo, con un moño de cinta roja y una tarjeta ilustrada con un enorme corazón dentro del cual sonreía la Virgen María con el Niño Jesús en los brazos.
- Suegra –le dijo Marucha- este si es un regalo que sólo podrá disfrutar usted, para que no tenga que compartirlo con toda esa montonera de hijos y nietos muertos de hambre, destape su regalo suegrita y disfrútelo, este si no puede compartirlo y es con mucho cariño.
Pasados tres meses la viejita agonizaba por inanición mirando desconsolada la enorme fotografía ampliada y enmarcada de lujo, del retrato en blanco y negro que mostraba a Benjamín, vestido con el uniforme del ejército, el fusil apoyado en el hombro y la seriedad de soldado de la patria que no se le podía quitar.