El duende dador
Geniecillos, trasgos, enanos, duendes, gnomos, elfos y diablillos, junto a otras indefinibles y desconocidas criaturas maléficas, se reunieron para cambiar impresiones sobre las acechanzas que infligían a la humanidad.
—Yo —dijo un elfo achaparrado, que también los hay— me armo con un candil en las noches oscuras y recorro los senderos en busca de caminantes. A distancia, para no dar cuenta de mi identidad, guío sus pasos hacia un precipicio o los extravío por tierras desconocidas. Como polillas incapaces de evitar el sino que las aguarda entre el fulgor de unas velas, la luz de mi candil conduce a los caminantes a la perdición.
—Pues yo —dijo un trasgo de mirada torva y andar patibulario— me encaramo en las cunas de los recién nacidos, me acurruco junto a sus rostros y sorbo todo el aire que necesitan. Muerte súbita lo llaman.
—Yo fui entrenado para extraviar cosas —expuso un duende de sonrisa burlona.
—¿Extraviar cosas? —repitieron a coro geniecillos, trasgos, enanos, duendes, gnomos, elfos y diablillos.
—Sí, las gafas, las llaves del coche, una foto de familia…
Los rostros de los congregados, sus fieros semblantes de criaturas maléficas, proyectaron ojillos y sonrisas maliciosas sobre el duende de “las cosas perdidas”. Asustado, el interpelado arregló la situación in extremis.
—Aunque no sólo me limito a eso, no vayáis a creer. En ocasiones consigo que pierdan su sentido de humanidad y se matan por millares en disputas vecinales, conflictos bélicos y trifulcas de salida de discoteca.
Las miradas de geniecillos, trasgos, enanos, duendes, gnomos, elfos y diablillos se dirigieron hacia la figura de un hombrecillo verdoso que hasta entonces había permanecido en silencio.
—Yo no les conduzco por caminos escabrosos, ni les quito el aire, ni siquiera las gafas. Mi cometido es darles.
—¿Y qué les das? —preguntaron al unísono las criaturas maléficas.
—Esperanza.
Las criaturas palidecieron. Todos coincidieron en que aquella era la más refinada de las crueldades.