Quizá por haberlo leído tantas veces, haya quedado en sus páginas una mínima tibieza de mis ojos que mitigara el frío del sepulcro. Tal vez la repulsión por los gusanos subterráneos le insufló esperanzas de volver, entero, a mis manos. Mudo se dejó enterrar esa noche; solidario con el ostracismo al que nos condenaban los dictadores. En el precario jardín de la casa que alquilábamos con Julia hicimos el pozo, sintiéndonos humillados.
Fue a la medianoche que cumplimos con el rito, resignados a desprendernos no solo de él, emblemático y henchido de ideas, sino también de varios otros libros, además de las revistas Crisis y de los discos: Etcheverry, Quilapayún, Paco Ibáñez, Zitarrosa. De todos a los que involuntariamente silenciamos.
Corría el tiempo cuando los tutores de la vida ordenaban hasta el modo de respirar y el miedo crecía como masa que leuda. Como una burbuja roja, mejor. Al descarte lo decidimos en prevención del piquete que podría llegar con pisadas de plomo y voces de ultimátum.
La noche del entierro hubo una luna menguante. Bajo el rosal hundíamos una pequeña pala en la tierra a la que caían nuestras lágrimas inevitables.
Oíamos una sirena lejana. Imaginábamos fantasmas alrededor. Nos sentíamos indefensos, apenas protegidos por la intuición que nos ayudaba para saber si el próximo sería el último minuto de vida. Éramos culpables de proteger libros insalubres, peligrosos, subversivos según criterio del verdugo y su temor a las conciencias. Nunca de nosotros hallaron una mano armada, ni se comprobó que fuésemos capaces de atentados clandestinos.
Nadie, que se preciara de honesto, pudo aplicarnos el apotegma “por algo será”. Solo de algunos textos nos valimos. Y del compendio de nuestros sueños. Sin embargo, hubo sometidos que dudaban del par de jóvenes que éramos, estrafalarios por supuesto, en un mundo dado vuelta. No fue sencillo el rescate. En la casa de antaño, morada del amor con Julia donde supimos vencerlo al miedo, debí sortear el recelo de los actuales propietarios para pasar al jardín. Ganó mi tozudez. Por inolvidable, reconocí el sitio que fuera del rosal, ahora inexistente, en el que hicimos el pozo aquella remota noche. Me miraron atónitos desenterrar el sarcófago de plástico en el que yacían, húmedos y descompuestos, libros, revistas y discos.
Algo de lo indeleble que prevalecía en ellos pude restaurarlo, más tarde, junto al fuego. Lo hice en soledad, melancólico por la ausencia de mi compañera. Entre los despojos no estaba el libro de nuestro amor que supimos escribir con Julia, hace tiempo. Enterrado, se desintegra en el pozo del olvido.
René Bacco