Vivía en una parte muy extraña de su planeta, no cabía duda. Los pies ligeros crepitaron con el agua que corría sobre y bajo su ciudad, y el frío, que ya duraba varios días, era torturador.
La llovizna, poco a poco, como una primer idea que comienza a invadir culturas enteras, fue apoderándose de su cuerpo, pasando por su cuello, lenta, su espalda, terrible, su cintura, implacablemente. Sintió escalofríos mientras con sus ojos acariciaba una vidriera, y luego una flor destrozada en la vereda por miles de suelas de miles de zapatos de miles de marcas diferentes. "Qué extraño destino el de la naturaleza"... reflexionó con la prisa del que camina un camino esperando el fin. También divisó un helicóptero, a lo lejos, en lo alto, imponiendo respeto con la ruidosa hélice oxidada, pero desapareció demasiado pronto en una estela imperceptible de humo. Después un hombre alto, enhiesto, de gran aporte físico a pesar de su edad bastante madura, y con enormes ojos (tan duros que se tornaba imposible creer que por allí corrieran imágenes). Un cielo gris censurado de sol, de esa caricia tan agradable para la piel, de felicidad, de vida.
Sólo unas horas atrás, discaba los números telefónicos de todos varios de sus amigos, amigas, compañeros de estudios. Le extrañó de sobremanera esa ausencia abrupta y colectiva de tanta gente, pero como un sonido que invade lo hermético, como la canción que hace vibrar a los sordos, escuchó la voz de Laura. Ella también se notaba sorprendida, y alegre al igual que él por haber hallado compañía. Por eso mojaba su pulóver, su cuerpo, caminaba con ansias, jugaba con los pies en las baldosas inseguras del centro... cinco palabras una excusa y una sonrisa habían sido suficientes para el encuentro, necesario por otra parte, pactado en el viejo café de siempre. Aquel subterráneo lugar donde nacían las subterráneas palabras y pocas veces morían.
Una gota juntó la suficiente fuerza para atravesar su nube, fue presa de una visión de libertad, voló y voló, se creyó única en los aires, todapoderosa, atravesando las débiles haces de luz, creando arcoiris... pero nunca anticipó su desgraciado fin, y horrorizada, queriendo volver a su nube, se desvaneció ignorantemente, en una calle desconocida. Otra gota, y otra gota, y otra y otra... en aquel pueblo tan lluvioso.
Esta vez, junto a una gran confitería, el sabroso olor de las masas lo dejaron trémulo. Se detuvo sin pensarlo dos veces, palpó instintivamente su bolsillo, y ya estaba dentro del negocio. Allí presenció un gran salón, muy grande, exagerado para ser ocupado sólo por una mujer obesa, el panadero, y él. Saludó, y el vendedor respondió con cortesía. Aquella mujer, el amasijo de carnes y ropas ya no se encontraba ahí, se había esfumado sin que nadie lo notase, esta vez eran él, el aire, y un par de moscas, en busca de azúcar, una veloz, la otra enorme y lenta. Realizó el pedido al fin.
Las últimas dos cuadras se hicieron más placenteras con el estómago lleno. Al atravesar la pesada puerta de madera del bar, la vio. Lo estaba esperando, sentada sola en una mesa del rincón. La luz era tenue, relajaba las pupilas amedrentadas por los brillos de la ciudad. Se besaron en un instante que quedó sostenido en el tiempo, suspirando dejó caer su cuerpo en la silla. Pero no pudo terminar de distender sus músculos contraídos, porque sus ojos no pudieron escapar, sus párpados no quisieron censurar lo que ocurría y así fue testigo, y lo observó todo.