Ir a: Q.E.P.D. (Primera parte)
El dinero de la mesada de pensionado estaba repartido en los bolsillos del vestido de “Tortuguita”, de allí salió directo a los de su familiar o lo que fuera mientras el sepulturero lloraba como una plañidera. El extraño me miró y ordenó:
- En vez de mirarme como un pendejo, vaya y compre un cajón para enterrarlo y después hable con el cura lo de las exequias.
- ¿De qué clase el cajón?
- De la que sea… que no cueste demasiado.
Lo más rápido que pude, zigzagueante a causa del aguardiente ingerido, troté las cuadras hasta la plaza, viré a la izquierda y cuadra y media después me detuve, jadeando, ante la puerta de la carpintería del maestro Policarpo.
- ¡Don Polo, don Polo! –grité, mientras aporreaba la puerta con el puño. Al cuarto intento la puerta se entreabrió y asomó la cara de la mujer de Policarpo Huérfano; vieja odiosa, chismosa y grosera; todos le sentíamos animadversión por eso y porque le pegaba al marido y lo lavaba en el patio con una manguera cuando llegaba borracho.
- ¿Qué quiere a estas horas, muchacho del demonio?, ¡vaya y duerme la borrachera que tiene y vuelve cuando esté en sano juicio, como la gente decente, pelafustán!
- Es que… murió don Carlitos, dije balbuceando, y necesitamos…
- ¡Y… ¿quién putas se cree don Carlos para que debamos atenderlo a la hora que se le da la gana?
- Pues… vino un familiar de la capital y… pues… tiene afán de irse.
- Dígale al fulano que si tiene mucha prisa que eche al finado entre un hueco cualquiera y lo tape con piedras, esas abundan por todas partes, jijiji, rio la maldita bruja. Yo estaba tomando impulso para decirle de corrido todas las groserías y maldiciones que me sé más otras que me estaba inventando cuando asomó la calva de don Polo detrás de su mujer.
- ¿Qué quiere, muchacho?
- Un cajón de muerto
- Siga –me dijo- pase y escoja el que mejor le parezca.
Pasé ante la mirada hosca y desafiante de la bruja. Observé siete ataúdes alineados y recostados contra una pared, cubiertos de polvo y porquería de ratones y otros bichos; los dos primeros eran de pequeño tamaño y pintados de blanco, estaban destinados a niños; los otros cinco, para adultos, estaban pintados de negro, también se diferenciaban por los acabados y el precio, además del tamaño; cuatro tenían manijas metálicas y adornos cromados, amén de una tapa con vidrio a la altura de la cara del difunto para poder mirarlo en el velorio y darle el último adiós, costaban una cantidad grande, por lo menos para mis desocupados bolsillos, pero escogí el más costoso y como no llevaba el dinero conmigo quedé en volver mientras miraba con lástima el último féretro de la fila macabra, era un cajón con tablas a medio pulir, sin pintar, era el que compraba el municipio siempre que aparecía un cadáver NN en los alrededores del municipio o fallecía algún pobre de solemnidad… escuchaba ese término cuando fallecía un miserable y jamás logré entender esa vaina de la solemnidad.
Regresé a la vivienda de don Carlitos como un tiro y le dije al forastero que ya estaba hecho lo del féretro y lo de la ceremonia; el secretario de la parroquia cobró lo estipulado para estos servicios religiosos y los derechos para ser sepultado en el cementerio. El hombre metió la mano al bolsillo y contó mil pesos que me dio de mala gana:
- Tome y vaya a pagar lo que negoció, dijo.
- El cajón cuesta seis mil pesos –le dije con mucho despacio para que entendiera cada sílaba.
- ¡Queeeeeeeeeeeeeeee! –gritó y me miró con furia. Me nombró mi madrecita y toda mi parentela, Trató de ladrones a todos los carpinteros y los curas del puto mundo y me pidió las señas del ebanista y salió como el principio de un huracán.
La cama de “Tortuguita” estaba colocada en el centro de la habitación y en cada esquina habían prendido un cirio bendito; Ulpiano, de rodillas, rezaba solo, ninguno de sus compañeros de borracheras subió al difundirse la noticia… después se supo que fue por miedo a los comentarios o cantaleta de sus esposas.
El foráneo retornó después de una hora larga, ya eran las nueve de la mañana y nada más entrar me miró como quien mira una plasta de vaca y me dijo mascando las palabras:
- Con que seis mil pesos… ochocientos pesos costó el ataúd, ratero infeliz.
- Rata asquerosa –respondí entre dientes- no me podía imaginar que usted lo que quería era el cajón para el muerto más miserable del pueblo, y yo no lo escogí porque don Carlos jamás fue tacaño, avaro ni nada que se le parezca. Tal vez comencé a subir el tono porque gritó:
- ¡Qué me reprocha gran pendejo!, al muerto ya no le importa donde lo metan.
Un rato más tarde los hijos de don Policarpo dejaron el cajón frente a la puerta y silbaron para anunciar que había llegado el encargo, cuando salí me dijeron rencorosos:
- ¡Tacaños, púdranse con la plata de su puto muerto!