Unas figuras de formas imprecisas y montadas a caballo avanzan hacia el terrenal a paso ligero, seguidas por vehículos de potentes luces, y un centenar de pobladores las aguardan bajo unas esteras miserables, armados de palos y piedras. El asfalto previo al terreno está sembrado de llantas que arden con animosidad, expeliendo una recia cortina de humo que se eleva hacia el cielo nublado de aquella madrugada.
-Eso al menos los tendrá ocupados un rato-dice Leonardo, un hombre flaco y de cabellos desordenados, cuya larga cara denota preocupación-. Así sabrán que también nosotros estamos dispuestos a luchar.
El tumulto se delínea mejor a cada instante. En efecto, visibles ya, a través de la cortina, unos caballos se agitan al ritmo de su propia evolución, e, incluso, se llega a distinguir los uniformes verdes de las figuras-botas negras, cascos y escudos transparentes, varas de goma dura-, y los vehículos, que son altos camiones destartalados. El grupo se detiene ante el fuego y, alcanzados por unos cuantos chisporroteos, los caballos empiezan a relinchar, a zarandear sus crines, a quebrar sus cuerpos, mientras los jinetes tratan de dominarlos, sujetándolos de las bridas. En ese momento, otras figuras uniformadas descienden de los camiones, se adelantan hacia la línea de fuego y, dejando tras de sí pedazos carbonizados y estelas curvadas de humo, impulsan las llantas hasta los bordes del camino, donde prosiguen ardiendo.
-No se olviden de que nos dividimos en cuatro líneas-les dice Leonardo a los pobladores, bastoneando el suelo de tierra con un palo, la expresión animada. Los hombres lo escuchan atentamente, como si estuviera dando un sermón, los rostros tensos-. La primera irá al frente, conmigo; luego, la segunda y la tercera; la cuarta se quedará cuidando las casas. Recuerden que tenemos que aguantar hasta el final si queremos seguir aquí.
Vehículos y uniformados abandonan la pista e ingresan al terrenal, tajando la cruel polvareda que levantan desde un inicio y no paran hasta que el último de ellos no termina de posarse sobre la tierra. Es de este flujo tribal, tantas veces visto por los hombres de las esteras, de donde surge un hombrecillo de enorme cabeza y maneras afectadas, que, enfundado en un impresentable terno azul, se arrastra sufridamente hasta un punto intermedio entre los dos grupos. En tanto, nuevas figuras emergen de los camiones y se alinean por detrás de los jinetes, como urgidas por una necesidad vital.
-Es mejor por las buenas que por las malas-dice el hombrecillo de cara a las esteras. Su voz chillona y sus manos, que se activan como las de un mimo, le dan un aire ridículamente solemne-. Les doy veinte minutos para salir. De lo contrario, procederemos y eso no les va a gustar, les juro que no les va a gustar.
-¡Vete a la mierda, huevón!-grita uno al costado de Leonardo, formando una especie de bocina con sus palmas.
-Esto no los ayudará en nada-grita también el hombrecillo, sacudiéndose tranquilamente el polvo del terno. ¿Acaso no le afectaban las palabras? ¿Estaba acostumbrado a oírlas?-. ¿Han entendido? En nada.
El frescor de la madrugada, impregnada de esa humedad ferrosa, típica de la ciudad, consigue que, para entrar en calor, algunos uniformados agiten sus piernas y brazos sin parar y que otros soplen bocanadas de aire caliente en sus manos. No ocurre lo mismo en las esteras, donde, a pesar de sus vestiduras inocuas para el frío-chompas avejentadas y pantalones rotosos-, los hombres de palos y piedras están tan concentrados en el asunto que poco o nada se preocupan por eso, y si uno que otro tiembla es más por el nerviosismo, por la incertidumbre de no saber qué pasaría. Mientras tanto, el hombrecillo ojea cada cierto tiempo su reloj y convulsiona un pie, bostezando.
-Sobre todo, cuidado con los matones-dice Leonardo, señalando despectivamente hacia un grupo que aparece por un costado del terreno.
Por lógica, viéndolos bien, se diría que, debido a su facha harapienta, los recién llegados vienen a ayudar a la gente de las esteras; sin embargo, a paso lento, los matones se posicionan cerca de las figuras uniformadas, y ellos, al parecer, sí no tienen frío: la mayoría lleva pantalones cortos y exhibe los torsos desnudos. El hombrecillo, luego de seguir atentamente su flemática progresión, se lanza tras los matones con una risible caminada de pato, y, al juntárseles, ellos forman un círculo a su alrededor y él, un brazo en la cintura y el otro como el de quien dirige una orquesta, les explica algo que nadie más oye.
-Leonardo-dice, al improviso, otro poblador, manipulando unas piedras-. ¡Mira! Leonardo gira el cuerpo y da un súbito respingo: a pocos metros de ellos, en el desnivel del terreno donde están las casas, las mujeres del grupo comienzan a avanzar hacia adelante, con los niños en brazos o de la manos. ¿Podrían ellas ayudarlos?
-¡Qué hacen! ¡Por qué salen!-les dice él, yendo a su encuentro, amenazándolas con el palo, y advierte que su mujer, una masa de pelos revueltos, rodeada de sus cuatro hijos, se destaca por delante de las otras, en el claroscuro que producen las luces de los carros y la penumbra del lugar y, aunque continúa hablándoles a todas, no despega la mirada de ella: una mezcla de rabia y tristeza se concentra en sus pupilas-. ¡Ustedes no! ¡Escóndanse!
Las mujeres, que, a juzgar por su porte decidido, tampoco tienen frío o se lo aguantan, dan media vuelta al oírlo, y, como una procesión abatida, se injertan de nuevo en su hilera de casitas empobrecidas: unas amalgamas de barro, calaminas y esteras y de trapos como puertas.
-No nos podemos desanimar-dice Leonardo hacia los hombres, reaccionando, pues, al pasear la vista sobre sus caras, descubre en muchas una blanda pesadumbre, nacida después de la corta retirada de las mujeres.
-¿No crees que es una pelea inútil?-le dice, a boca de jarro, un muchacho, que, sin embargo, luego, entierra la cabeza entre sus hombros, como arrepentido.
Leonardo se fija en él, en sus facciones imberbes, mal cristalizadas todavía, tratando de adivinar su edad. ¿Veintidós?, ¿veintitrés? Piensa, asimismo, en la mujer del muchacho, joven y huesuda como él, y en las dos piltrafitas de sus hijos, y siente otro bochorno de cólera, una quemazón arrebatada en todo su cuerpo. ¿Acaso no son así de frágiles los demás? Y, cuando mira en derredor con atención, lo que ve no puede sino desalentarlo: hombres barrigones, escuálidos o canosos, apertrechados ridículamente para la ocasión.
-Si nos echamos para atrás, tendríamos que buscar otro lugar para vivir-dice, a pesar de todo, intentando azuzarlos, el palo al aire y la voz más enérgica que nunca. ¿No es todo esto en vano? ¿O es que él no duda?-. ¿O a ustedes les gusta eso de estar de un lado para otro, de una invasión a otra? ¿Creen que nuestra situación les importa a los demás? Para nada, ¿me oyen?, para nada.
Los hombres asienten, pero ¿se darían cuenta de la importancia de luchar, de la que él les había hablado ante la noticia de que los uniformados vendrían pronto, cuando muchos planeaban ya una nueva retirada? Leonardo, también en esa oportunidad, les había llamado la atención por llevar una vida trashumante, dado una idea de lo que podrían hacer para defenderse, convencido de que no era tan grave el haber invadido una tierra que no les pertenecía, puesto que medio mundo en la ciudad se las ingeniaba para apropiarse de una.
-Por eso, debemos resistir-dice, mirando al cielo, donde las nubes forman una masa cada vez más oscura y compacta-. Pase lo que pase.
De pronto, el hombrecillo vuelve a plantarse en el mismo sitio.
-Este enfrentamiento va a ser por la puras-grita, los brazos al aire como dos aspas giratorias-. Somos más que ustedes. ¿No lo entienden? Digo, por qué no se largan en paz y nos evitan la molestia.
-¡Vete al diablo, enano huevón!-vuelve a gritar el hombre al lado de Leonardo. El hombrecillo les da la espalda, resignado, y, con un rápido traqueteo de sus pies, dirige su cuerpo reducido hacia los camiones. Cuando llega al primero, una portezuela se abre y se ve una cabeza que se inclina a escucharlo y que, al cabo, se convierte en una silueta que salta a la tierra y que, apartando al enano, que no cesa de parlotearle, avanza con dirección a las esteras, provista de toda la imposición que su uniforme engalanado, sus botas lustradísimas y su cuerpo erecto se lo permiten.
-Creo que ya es hora de salir-dice Leonardo y, desgajándose del resto, se lanza al terreno vacío entre los dos grupos.
Los pobladores lo siguen grave, religiosamente, y parece como si Leonardo los hubiera convencido de verdad, pues, a cada paso, no hacen más que configurar las cuatro líneas convenidas, y, cuando se detienen, algunos hasta lucen en sus rostros una férrea expresión de zombis.
-No queremos hacerle daño a nadie, señores, pero entiendan que lo que han hecho es una cosa ilegal-dice la silueta de uniforme engalanado, inmovilizándose a escasos metros de ellos, y cruza los brazos a su espalda, apuntándolos con su quijada, en actitud de espera-. Por lo tanto, la única cosa que les queda es irse. Tenemos una orden. Por si acaso, yo estoy a cargo. ¿Por qué no arreglamos el asunto con tranquilidad de una buena vez?
Y, como si no pudiera esperar más, se adelanta hacia ellos, siempre resuelto, tanto que no se da cuenta de la piedra que ya se encuentra surcando los aires, la cual, rozándole la frente con un zumbido, termina abriéndole una herida larga y dolorosa. En un segundo, la prestancia se le diluye y, mientras sus alaridos avispan a las filas de uniformados y su cuerpo se arruga hasta quedar en cuclillas, alguien descarga tiros al aire. Dos figuras vuelan a socorrerlo y lo levantan de los codos y él, todo ensangrentado, se deja llevar laxamente, como si fuera un espantajo, al mismo camión de donde había surgido.
-Y ahora qué, señor-dice otro de los pobladores, el timbre de voz belicoso, arrebatado por los disparos.
-No lo sé-dice Leonardo, aguzando la mirada-. Habrá que esperar.
Las volutas de las llantas boquean ya con tenues exhalaciones; las de la polvareda, en cambio, se mantienen a media altura, avivadas por los movimientos. Los caballos se agitan sobre sus sitios, inquietos, y las figuras aguardan sólo una orden para avanzar. Los matones, por su parte, se desplazan solapadamente hasta un lado del terrenal, donde quedan a la expectativa. Es en medio de estas faenas cuando, hacia el fondo de la pista, se dejan ver dos mescolanzas de fierros entre oxidados y amarillos, un caterpillar y una aplanadora, que, luego de herir el asfalto sin compasión, entran al terreno lentamente y se colocan por delante de los camiones, llevando la erupción del polvo a su máxima expresión. El hombrecillo se acerca a aquellos armatostes, la mano atareada en disipar la marea de tierra a su alrededor, trepa en ellos con saltos de pulga circense y, desencadenando los brazos autoritariamente, dirige unas palabras a los tipos que los conducen. En tanto, otra figura toma el control de las demás: se confunde entre las filas de uniformados y los anima con gritos poderosos y, con el brazo de arriba a abajo, ordena la avanzada.-¡Ahora sí, carajo!-dice Leonardo, blandiendo el palo para seguir motivando a los suyos-. ¡Por nada del mundo se me vayan a acobardar, ah!
Los jinetes prenden el cielo nublado a balazos, encabritando a sus caballos aún más. El resto de uniformados, unos doscientos, camina hacia el frente con zancadas resueltas; pero, a mitad de camino, al ser recibidos ya no por una sino por una entera lluvia de piedras, detienen la marcha y alzan sus escudos para cubrirse. Las piedras o bien rebotan con ruidos secos o bien pasan de largo, zumbando. Cuando la lluvia empieza a ralear y sólo una que otra piedra corta el aire polvoriento, los uniformados retoman el paso y no tienen más que alargarse unos metros para encontrar a la primera línea y descargar sus varas contra ella. Los hombres del terrenal les responden, entre gritos enardecidos, con palazos que impactan mayormente en sus cascos y escudos, y no consiguen derribar más que a unos cuantos. Por el contrario, los pobladores reciben golpes que los dejan como embrutecidos o retorciéndose de dolor en el suelo, donde son rematados a varazos y patadas. Las otras dos líneas entran en combate, pero la situación no cambia mucho. Advirtiéndolo, Leonardo y los que quedan en pie se repliegan hasta formar un solo grupo y, por más que estén cansados o manando filamentos de sangre, se avientan de cara a las figuras, bramando como una horda salvaje. Sin embargo, los uniformados los vuelven a paralizar con nuevos varazos y, esta vez, se los llevan a rastras y los aprisionan en los camiones. Los hombres de la última fila, después de observar todo aquello, retroceden y, con dos o tres giros asustadizos, echan a correr. Leonardo abandona la pelea para gritarles que regresen y, cuando, incluso, se lanza a perseguirlos, un golpe como el de un feroz aguijón lo alcanza en un muslo y lo derriba al suelo brutalmente. Adolorido y desde la confusión de tierra, entiende qué lo ha tumbado al ver cómo los jinetes se divierten disparando balines de goma contra los pobladores en fuga. Resignado, hunde la cabeza y una nube de polvo lo cubre.
Por su parte, los matones deciden aprovechar la paroxia de la polvareda y el caos para enfilarse hacia las viviendas y hasta se animan a atravesar los trapos de las puertas, sin sospechar que las mujeres los esperan alertas, escondidas en los umbrales, no sólo con palos y piedras, sino también con escobas, ollas y sartenes, y ellos, al ser aporreados, no tienen más remedio que emprender la retirada entre maldiciones y polvo. Quienes después la empreden contra las casitas son los jinetes y sus caballos. Y, mientras algunas mujeres, presintiendo lo peor, escapan con los niños, otras los insultan y tratan de golpear, aunque ellos, disparando tiros al aire, las hacen retroceder. Al mismo tiempo, un nuevo grupo de uniformados se allegan hasta ese desnivel del terreno y, llevando consigo latas de gasolina, empiezan a echarla sobre las casitas. Entonces aquellas madres, hijas y abuelas, ante el fuego inciado, se despreocupan de todo, se internan en sus cubículos y, sin importar cómo, avientan hacia afuera muebles, atados de ropa y artefactos eléctricos y, por más que en pleno regodeo del incendio el humo las ahogue y ennegrezca sus rostros, continúan con su labor. Hasta que se dan cuenta de que los matones, que han vuelto subrepticiamente al desnivel, vienen apoderándose de sus cosas, e intentan agarrarlos, pero ellos se disparan con trancos tan largos que al cabo no quedan ni sus sombras. En ese momento y como si no tuvieran otra, las mujeres se echan a llorar-unas abrazadas a sus hijos, anonadadas, otras desconsoladas-, ya sea por el robo, el fuego o la incertidumbre o por sus hombres capturados, magullados y casi derrotados en la batalla que aún prosigue entre las nubes de polvo, las cuales los convierten a ellos también en simples figuras borrosas.
Los uniformados que no curan sus heridas, o terminan de destruir lo incendiado o reposan sobre los camiones, conversando distraídamente. El hombrecillo, el jefe de los uniformados, que luce un vendaje sucio y contrahecho, y un tipo mejor trajeado, surgido de entre los vehículos, pasean desde hace un buen rato por el terrenal, tomando medidas imaginarias y riendo a carcajadas. Uno de los matones, una sombra fugaz y de pecho desnudo, los interrumpe un instante, coge un sobre que el enano le tiende disimuladamente y se aleja hasta llegar a su grupo que lo aguarda en las afueras del terreno.
-¿Y ahora qué?-dice, de pronto, el muchacho de las facciones imberbes, acuclillado sobre la tierra, cerca de los camiones.
-No lo sé-dice Leonardo, sentado a su derecha. En su cara viajan largas hileras de sangre y se dibujan trazos de arena seca, y sus cabellos, convertidos en crenchas, están más revueltos todavía-. Habrá que esperar, creo.
-Pero qué-dice el muchacho-. Esperar qué, dime.
El caterpillar, con su terco sonido de fierros oxidados, remueve los escombros mejor que los uniformados y, sin tomar en cuenta a nadie, ni siquiera a las mujeres, que, con los ojos en lágrimas, pasan de un lado a otro, calmando a los niños, auxiliando a sus heridos o reagrupando las pocas cosas rescatadas. La aplanadora, en cambio, ronca sobre su mismo sitio, ansiosa por triturar e igualar todo, por convertir en añicos, si fuera posible, a los pobladores del terrenal.
-No lo sé-dice Leonardo, observando a su mujer y a sus hijos entre la confusión de personas y, cuando ella le devuelve una expresión de rabia y tristeza parecida a la suya, desvía los ojos hacia el horizonte plomizo del amanecer. Ya no salen columnas de humo de las llantas, sólo de los cascotes de las viviendas chamuscadas, y tanto el frío como el polvo aún persisten entre el trabajo de las máquinas y el movimiento de la gente, entre el inicio de una tenue garúa, si bien antes una maldición para sus casitas endebles, ahora recibida con alivio-. Esperar que esto termine y podamos buscar otro lugar para vivir.