-Leonardo-dice, al improviso, otro poblador, manipulando unas piedras-. ¡Mira! Leonardo gira el cuerpo y da un súbito respingo: a pocos metros de ellos, en el desnivel del terreno donde están las casas, las mujeres del grupo comienzan a avanzar hacia adelante, con los niños en brazos o de la manos. ¿Podrían ellas ayudarlos?
-¡Qué hacen! ¡Por qué salen!-les dice él, yendo a su encuentro, amenazándolas con el palo, y advierte que su mujer, una masa de pelos revueltos, rodeada de sus cuatro hijos, se destaca por delante de las otras, en el claroscuro que producen las luces de los carros y la penumbra del lugar y, aunque continúa hablándoles a todas, no despega la mirada de ella: una mezcla de rabia y tristeza se concentra en sus pupilas-. ¡Ustedes no! ¡Escóndanse!
Las mujeres, que, a juzgar por su porte decidido, tampoco tienen frío o se lo aguantan, dan media vuelta al oírlo, y, como una procesión abatida, se injertan de nuevo en su hilera de casitas empobrecidas: unas amalgamas de barro, calaminas y esteras y de trapos como puertas.
-No nos podemos desanimar-dice Leonardo hacia los hombres, reaccionando, pues, al pasear la vista sobre sus caras, descubre en muchas una blanda pesadumbre, nacida después de la corta retirada de las mujeres.
-¿No crees que es una pelea inútil?-le dice, a boca de jarro, un muchacho, que, sin embargo, luego, entierra la cabeza entre sus hombros, como arrepentido.
Leonardo se fija en él, en sus facciones imberbes, mal cristalizadas todavía, tratando de adivinar su edad. ¿Veintidós?, ¿veintitrés? Piensa, asimismo, en la mujer del muchacho, joven y huesuda como él, y en las dos piltrafitas de sus hijos, y siente otro bochorno de cólera, una quemazón arrebatada en todo su cuerpo. ¿Acaso no son así de frágiles los demás? Y, cuando mira en derredor con atención, lo que ve no puede sino desalentarlo: hombres barrigones, escuálidos o canosos, apertrechados ridículamente para la ocasión.
-Si nos echamos para atrás, tendríamos que buscar otro lugar para vivir-dice, a pesar de todo, intentando azuzarlos, el palo al aire y la voz más enérgica que nunca. ¿No es todo esto en vano? ¿O es que él no duda?-. ¿O a ustedes les gusta eso de estar de un lado para otro, de una invasión a otra? ¿Creen que nuestra situación les importa a los demás? Para nada, ¿me oyen?, para nada.
Los hombres asienten, pero ¿se darían cuenta de la importancia de luchar, de la que él les había hablado ante la noticia de que los uniformados vendrían pronto, cuando muchos planeaban ya una nueva retirada? Leonardo, también en esa oportunidad, les había llamado la atención por llevar una vida trashumante, dado una idea de lo que podrían hacer para defenderse, convencido de que no era tan grave el haber invadido una tierra que no les pertenecía, puesto que medio mundo en la ciudad se las ingeniaba para apropiarse de una.
-Por eso, debemos resistir-dice, mirando al cielo, donde las nubes forman una masa cada vez más oscura y compacta-. Pase lo que pase.
De pronto, el hombrecillo vuelve a plantarse en el mismo sitio.
-Este enfrentamiento va a ser por la puras-grita, los brazos al aire como dos aspas giratorias-. Somos más que ustedes. ¿No lo entienden? Digo, por qué no se largan en paz y nos evitan la molestia.
-¡Vete al diablo, enano huevón!-vuelve a gritar el hombre al lado de Leonardo. El hombrecillo les da la espalda, resignado, y, con un rápido traqueteo de sus pies, dirige su cuerpo reducido hacia los camiones. Cuando llega al primero, una portezuela se abre y se ve una cabeza que se inclina a escucharlo y que, al cabo, se convierte en una silueta que salta a la tierra y que, apartando al enano, que no cesa de parlotearle, avanza con dirección a las esteras, provista de toda la imposición que su uniforme engalanado, sus botas lustradísimas y su cuerpo erecto se lo permiten.
-Creo que ya es hora de salir-dice Leonardo y, desgajándose del resto, se lanza al terreno vacío entre los dos grupos.
Los pobladores lo siguen grave, religiosamente, y parece como si Leonardo los hubiera convencido de verdad, pues, a cada paso, no hacen más que configurar las cuatro líneas convenidas, y, cuando se detienen, algunos hasta lucen en sus rostros una férrea expresión de zombis.
-No queremos hacerle daño a nadie, señores, pero entiendan que lo que han hecho es una cosa ilegal-dice la silueta de uniforme engalanado, inmovilizándose a escasos metros de ellos, y cruza los brazos a su espalda, apuntándolos con su quijada, en actitud de espera-. Por lo tanto, la única cosa que les queda es irse. Tenemos una orden. Por si acaso, yo estoy a cargo. ¿Por qué no arreglamos el asunto con tranquilidad de una buena vez?
Y, como si no pudiera esperar más, se adelanta hacia ellos, siempre resuelto, tanto que no se da cuenta de la piedra que ya se encuentra surcando los aires, la cual, rozándole la frente con un zumbido, termina abriéndole una herida larga y dolorosa. En un segundo, la prestancia se le diluye y, mientras sus alaridos avispan a las filas de uniformados y su cuerpo se arruga hasta quedar en cuclillas, alguien descarga tiros al aire. Dos figuras vuelan a socorrerlo y lo levantan de los codos y él, todo ensangrentado, se deja llevar laxamente, como si fuera un espantajo, al mismo camión de donde había surgido.
-Y ahora qué, señor-dice otro de los pobladores, el timbre de voz belicoso, arrebatado por los disparos.
-No lo sé-dice Leonardo, aguzando la mirada-. Habrá que esperar.
Las volutas de las llantas boquean ya con tenues exhalaciones; las de la polvareda, en cambio, se mantienen a media altura, avivadas por los movimientos. Los caballos se agitan sobre sus sitios, inquietos, y las figuras aguardan sólo una orden para avanzar. Los matones, por su parte, se desplazan solapadamente hasta un lado del terrenal, donde quedan a la expectativa. Es en medio de estas faenas cuando, hacia el fondo de la pista, se dejan ver dos mescolanzas de fierros entre oxidados y amarillos, un caterpillar y una aplanadora, que, luego de herir el asfalto sin compasión, entran al terreno lentamente y se colocan por delante de los camiones, llevando la erupción del polvo a su máxima expresión. El hombrecillo se acerca a aquellos armatostes, la mano atareada en disipar la marea de tierra a su alrededor, trepa en ellos con saltos de pulga circense y, desencadenando los brazos autoritariamente, dirige unas palabras a los tipos que los conducen. En tanto, otra figura toma el control de las demás: se confunde entre las filas de uniformados y los anima con gritos poderosos y, con el brazo de arriba a abajo, ordena la avanzada.-¡Ahora sí, carajo!-dice Leonardo, blandiendo el palo para seguir motivando a los suyos-. ¡Por nada del mundo se me vayan a acobardar, ah!