Los jinetes prenden el cielo nublado a balazos, encabritando a sus caballos aún más. El resto de uniformados, unos doscientos, camina hacia el frente con zancadas resueltas; pero, a mitad de camino, al ser recibidos ya no por una sino por una entera lluvia de piedras, detienen la marcha y alzan sus escudos para cubrirse. Las piedras o bien rebotan con ruidos secos o bien pasan de largo, zumbando. Cuando la lluvia empieza a ralear y sólo una que otra piedra corta el aire polvoriento, los uniformados retoman el paso y no tienen más que alargarse unos metros para encontrar a la primera línea y descargar sus varas contra ella. Los hombres del terrenal les responden, entre gritos enardecidos, con palazos que impactan mayormente en sus cascos y escudos, y no consiguen derribar más que a unos cuantos. Por el contrario, los pobladores reciben golpes que los dejan como embrutecidos o retorciéndose de dolor en el suelo, donde son rematados a varazos y patadas. Las otras dos líneas entran en combate, pero la situación no cambia mucho. Advirtiéndolo, Leonardo y los que quedan en pie se repliegan hasta formar un solo grupo y, por más que estén cansados o manando filamentos de sangre, se avientan de cara a las figuras, bramando como una horda salvaje. Sin embargo, los uniformados los vuelven a paralizar con nuevos varazos y, esta vez, se los llevan a rastras y los aprisionan en los camiones. Los hombres de la última fila, después de observar todo aquello, retroceden y, con dos o tres giros asustadizos, echan a correr. Leonardo abandona la pelea para gritarles que regresen y, cuando, incluso, se lanza a perseguirlos, un golpe como el de un feroz aguijón lo alcanza en un muslo y lo derriba al suelo brutalmente. Adolorido y desde la confusión de tierra, entiende qué lo ha tumbado al ver cómo los jinetes se divierten disparando balines de goma contra los pobladores en fuga. Resignado, hunde la cabeza y una nube de polvo lo cubre.
Por su parte, los matones deciden aprovechar la paroxia de la polvareda y el caos para enfilarse hacia las viviendas y hasta se animan a atravesar los trapos de las puertas, sin sospechar que las mujeres los esperan alertas, escondidas en los umbrales, no sólo con palos y piedras, sino también con escobas, ollas y sartenes, y ellos, al ser aporreados, no tienen más remedio que emprender la retirada entre maldiciones y polvo. Quienes después la empreden contra las casitas son los jinetes y sus caballos. Y, mientras algunas mujeres, presintiendo lo peor, escapan con los niños, otras los insultan y tratan de golpear, aunque ellos, disparando tiros al aire, las hacen retroceder. Al mismo tiempo, un nuevo grupo de uniformados se allegan hasta ese desnivel del terreno y, llevando consigo latas de gasolina, empiezan a echarla sobre las casitas. Entonces aquellas madres, hijas y abuelas, ante el fuego inciado, se despreocupan de todo, se internan en sus cubículos y, sin importar cómo, avientan hacia afuera muebles, atados de ropa y artefactos eléctricos y, por más que en pleno regodeo del incendio el humo las ahogue y ennegrezca sus rostros, continúan con su labor. Hasta que se dan cuenta de que los matones, que han vuelto subrepticiamente al desnivel, vienen apoderándose de sus cosas, e intentan agarrarlos, pero ellos se disparan con trancos tan largos que al cabo no quedan ni sus sombras. En ese momento y como si no tuvieran otra, las mujeres se echan a llorar-unas abrazadas a sus hijos, anonadadas, otras desconsoladas-, ya sea por el robo, el fuego o la incertidumbre o por sus hombres capturados, magullados y casi derrotados en la batalla que aún prosigue entre las nubes de polvo, las cuales los convierten a ellos también en simples figuras borrosas.
Los uniformados que no curan sus heridas, o terminan de destruir lo incendiado o reposan sobre los camiones, conversando distraídamente. El hombrecillo, el jefe de los uniformados, que luce un vendaje sucio y contrahecho, y un tipo mejor trajeado, surgido de entre los vehículos, pasean desde hace un buen rato por el terrenal, tomando medidas imaginarias y riendo a carcajadas. Uno de los matones, una sombra fugaz y de pecho desnudo, los interrumpe un instante, coge un sobre que el enano le tiende disimuladamente y se aleja hasta llegar a su grupo que lo aguarda en las afueras del terreno.
-¿Y ahora qué?-dice, de pronto, el muchacho de las facciones imberbes, acuclillado sobre la tierra, cerca de los camiones.
-No lo sé-dice Leonardo, sentado a su derecha. En su cara viajan largas hileras de sangre y se dibujan trazos de arena seca, y sus cabellos, convertidos en crenchas, están más revueltos todavía-. Habrá que esperar, creo.
-Pero qué-dice el muchacho-. Esperar qué, dime.
El caterpillar, con su terco sonido de fierros oxidados, remueve los escombros mejor que los uniformados y, sin tomar en cuenta a nadie, ni siquiera a las mujeres, que, con los ojos en lágrimas, pasan de un lado a otro, calmando a los niños, auxiliando a sus heridos o reagrupando las pocas cosas rescatadas. La aplanadora, en cambio, ronca sobre su mismo sitio, ansiosa por triturar e igualar todo, por convertir en añicos, si fuera posible, a los pobladores del terrenal.
-No lo sé-dice Leonardo, observando a su mujer y a sus hijos entre la confusión de personas y, cuando ella le devuelve una expresión de rabia y tristeza parecida a la suya, desvía los ojos hacia el horizonte plomizo del amanecer. Ya no salen columnas de humo de las llantas, sólo de los cascotes de las viviendas chamuscadas, y tanto el frío como el polvo aún persisten entre el trabajo de las máquinas y el movimiento de la gente, entre el inicio de una tenue garúa, si bien antes una maldición para sus casitas endebles, ahora recibida con alivio-. Esperar que esto termine y podamos buscar otro lugar para vivir.