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Al despertarme, lloraba de verdad y no porque la muerte me aterrara. ¿Recuerdas que te conté que una vez me desmayé en el trabajo y que, después, en el hospital, estuve unos diez segundos clínicamente muerta? Bueno, si tú no sabes lo que es eso, yo sí; es como si entraras en un espacio repleto de siluetas vacías, de gentes huecas que caminan sin rumbo fijo. ¿Has visto? Si ya la conocía, no tenía por qué asustarme, ¿no? Sólo que ahora era distinto. El destino no podía jugarme esta mala pasada, impedir que continuáramos siendo tan felices. Y de llorar pasé a ahogarme peor. Un ronco silbido oprimía mi pecho y mi nariz se había cargado de una sólida mucosidad.

Intenté llamar a mi madre, que dormía en el cuarto de al lado, pero, al notar que la voz no me salía, mis nervios acabaron de quebrarse y mis lágrimas aumentaron todavía más. Ya estaba convencida de que moriría y que nadie se daría cuenta. Minutos después, mi madre se apareció en la puerta de mi cuarto y me preguntó, de mala manera, si ya había tomado el jarabe, no si me encontraba bien o si necesitaba algo. Yo le contesté, furiosa, que apenas si podía respirar, cómo pretendía que lo tomara.

Mi hermana, que había escuchado todo, intervino para decirle a mi mamá, con las palabras veladas por el sueño, que se fuera a dormir tranquila nomás, que por qué se preocupaba si a veces yo sólo exageraba para convertirme en el centro de la atención (bueno, de chica sí, en ese momento no, ¡te juro que no!), y que a esas horas no habría ninguna farmacia abierta tampoco. Por eso, aguanté la respiración, totalmente dolida, y, fingiendo sentirme mejor, esperé que una volviera a su cuarto y la otra a dormirse.

Luego, empecé a cambiarme. Había decidido ir al hospital y no esperar que me sucediera lo inevitable. Atravesé la sala y el comedor, chocándome con las cosas, más por lo aturdida que por la oscuridad, y, cuando llegué a la puerta, comprobé que estaba con llave. Retrocedí y quise tumbarla, ¿cómo?, no lo sabía. Sólo atiné a prender la luz y la súbita luminosidad me despabiló los segundos necesarios para advertir que, a este punto, ya ni nuestros buenos recuerdos me devolverían la tranquilidad, la libertad que exigía mi pecho, pues todos terminaban recordándome que no estabas conmigo, que quizá nunca lo volverías a estar, y eso me entristecía y me ponía mucho peor.

Fue entonces cuando me invadió el deseo de morir de una vez. Sin embargo, por esa esperanza que incluso los más pesimistas guardan en su interior, me cuidaba de no volver a toser. Creía que, si ahora lo hacía, algo iba a explotar dentro de mí. No aguanté mucho y, en efecto, tosí y, sintiendo en mi boca el sabor inconfundible de la sangre, estuve a un paso de colapsar. Tal vez te preguntes ¿y la medicina? Aparte del jarabe, que en ese instante no hubiera servido para nada, no había ni una maldita pastilla en toda la casa. Sí, lo sé, había sido una irresponsable. ¿Acaso quería morir de verdad? Por supuesto que no, tenía más bien que viajar, ayudarte a que fueras escritor y, por qué no, envejecer contigo. No podía quedarme allí parada sin hacer nada, ¿no? Me sequé los ojos y crucé la sala y, cuando llegué a su cuarto, le pedí a mi mamá que se despertara, pero ella no se movió y yo, lo confieso, quise patearla, matarla, no sé, para que reaccionara. Hasta que grité con una especie de gruñido y ella se levantó de golpe, muy asustada, y, revolviendo la habitación, dijo que se cambiaba e iríamos al hospital. Mi hermana continuó durmiendo.

En la calle, el cielo encapotado que se miraba por las ventanillas del taxi era de un color gris tan deprimente que parecía obstinado en prolongar mi tristeza. Además, lloviznaba bastante y, como siempre, con esa lluvia delgada, a medio hacer de la ciudad. Ingresamos al hospital por el pabellón de emergencias. Mi mamá fue a pagar la consulta y, a su regreso, se sentó a mi lado y, lloriqueando, empezó a recordar a mi papá. La cogí de la mano para consolarla y se la estrujé con cariño, y ella, alarmándose aún más, me hizo notar que las mías estaban muy frías. Le dije que no se preocupara, que nada malo me iba a ocurrir, pues observar a esa ruma de enfermeras corriendo de aquí para allá y el hecho de estar en un lugar donde, seguro, me atenderían, revolvía mi cerebro de cosas positivas, y le sugerí que me haría un gran favor si me dejaba sola. Ella se fue sin protestar y se instaló en una salita de espera contigua.

En ese momento, una enfermera de cara rabiosa se me acercó y me preguntó qué tenía. Al cabo, me puso la inyección y, de pronto, todos los vellos de mi cuerpo se erizaron con un rápido escalofrío y, después, me asaltó esa rara mixtura de nerviosismo y depresión, producto de la medicina, que, a la larga, con el adormecimiento, me sanaría.

Así estaba, medio atolondrada, cuando trajeron a un señor en una camilla. Tendría unos ochenta años y las arrugas le plegaban la cara por debajo de la ruidosa mascarilla de oxígeno, conectada a un viejo balón que habían colocado entre sus piernas. El tipo yacía delante de mí, el gesto crispado por el susto, y durante un rato nadie reparó en él. Sólo cuando empeoró, diciendo que se ahogaba, un enjambre de médicos lo rodeó y, echándosele encima, le controlaron los latidos, el pulso, la presión. El señor se notaba muy confundido, todos le hablaban a la vez: no era nada, algo sin importancia, ¿había entendido?

El continuo traqueteo de la puerta me permitió ver que sus familiares, en la salita de espera, tenían expresiones, si no afligidas al menos preocupadas, y yo comencé a rezar con bastante fe y más por el anciano que por mí. Hasta que, al improviso, hubo una especie de revoloteo mayor, en el que el viejo daría a entender que, a pesar del oxígeno y la preocupación, había iniciado el viaje para el cual quizá no estaba preparado, pues gritó y torció el cuerpo de una forma tan espantosa que alarmó a todos: en mí destrozó los nervios que aún quedaban en su sitio y a los doctores los obligó, cuando se calmó sin dar señales de vida, entre un vocerío alocado de enfermeras, a darle golpes violentos en el pecho y a ponerle encima aquellas planchitas metálicas que lo harían saltar.

Fue inútil. Ni siquiera los ojos del anciano, donde se veían unas últimas lágrimas resignadas, habrían de reaccionar. Algunos médicos bajaron la cabeza y maldijeron, otros suspiraron agotados. Una enfermera salió en seguida a consolar a los familiares del viejo, quienes se habían entregado a un llanto quedo.

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