¿Te imaginas cómo estaba yo? Más que acongojada, destruida, y sin poder detener la tembladera atroz que me entró en vez de la modorra y el sueño. Dónde estabas, Leonardo, cuando los doctores me rodearon, formando el enjambre nuevamente; cuando las enfermeras me inyectaron un calmante, mientras yo les pedía llorando que me cuidaran para ti; cuando me pusieron la mascarilla de oxígeno y empecé a debilitarme, a sentir que mis músculos se aflojaban, como si estuviera a punto de volar, y a ver a los otros como meras siluetas deformes; y, más, cuando reparé en las caras a mi alrededor, pensando en ti, Leonardo, buscándote.
Al despertar, me encontraba mejor. El aire se internaba libremente en mis pulmones y el pecho ya no me dolía. Juré entonces que no volvería a comportarme de esa manera, no, y que te esperaría, en cambio, tranquilita, ocupando mi tiempo con el trabajo y los amigos y, por qué no, con nuestros buenos recuerdos. Pero todo fue tan rápido, Leonardo: sorprenderme reposando en esa caja acolchonada, ver los rostros descompuestos de mi madre y de mi hermana, y el desconcierto en la gente que terminó siguiéndome por calles y avenidas, llegar a mi nueva casa de laberintos y muros iguales, con ese olor extraño, como en aquellos días cuando el mar se purifica, subir y, aquí en lo alto, sentir la caja deslizándose, entre quejidos incrédulos, en este hueco estrecho y polvoriento y, de pronto, la tapia de cemento, la inscripción refinada y las flores y, en torno a mí, un vacío infinito, de hombres huecos, y, en mi antigua casa, el café, las galletas y el licor, y tu ausencia, Leonardo, sobre todo, tu ausencia.