Alguna vez, el escritor francés André Gide afirmó: “Ante ciertos libros uno se pregunta ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran…”
Indudablemente los libros han sido y siguen siendo un factor preponderante en el desarrollo de la humanidad y un elemento clave para su evolución. Pero más allá de todo, se vuelven objetos amados y entrañables. En la escuela aprendemos a leer pero a través de nuestra vida nos sucede que nos enamoramos perdidamente de un libro, de una historia, de una frase escrita que parece estar ahí con el único propósito de que la encontremos, como si hubiese sido escrita para nosotros en particular.
El libro no solo enseña y hace perdurable la historia del hombre a través del tiempo sino que también mueve fibras sensibles y en muchas ocasiones se alza como portador de aquello que deseamos decir, de lo que soñamos con alcanzar, de la lucha palpable por defender la libertad de pensamiento y expresión.
Es una experiencia inigualable la de entrar a una librería para admirar tantos y tantos volúmenes llenos de aventuras, de historia, de conocimientos y de poesía pura envueltos en tamaños diferentes. Al abrirlos, por nuestras fosas nasales penetra el olor del papel, ese aroma indescriptible que ni siquiera Chanel puede igualar, palpamos la textura de las hojas con sus grosores tan distintos entre ejemplar y ejemplar aunque sea la misma historia y el mismo autor, la diferencia la marca la edición: de bolsillo, en pasta suave, gruesa, de lujo, con la portada bordada, en relieve, lisa, de colores, con imágenes llamativas unos y sin diseño de portada otros.
Vagando por los pasillos y anaqueles camina uno codo a codo con la Celestina de Fernando de Rojas, los poemas de Neruda, la Medea de Eurípides, los cien años de Soledad de García Márquez, La gaviota de Chejov o el Frankenstein de Shelley. Pero también por el desarrollo de culturas indígenas, las sangrientas revoluciones de tantos países, la infamia de las guerras sufridas, el ejemplo de vidas extraordinarias detrás de nombres de humanos fuera de serie como Gandhi, Einstein o Beethoven. Sabemos de otros países, nuevas culturas, leyes distintas, injusticias compartidas, razas diferentes, luchas idénticas, sueños alcanzados y otros frustrados.
Sin embargo, para llegar hasta este punto en el que los libros se tiran por millares y están al alcance de nuestras manos –no siempre de nuestro presupuesto- hubieron de transcurrir siglos en la historia. ¿Cómo y de dónde salieron esos compañeros guardianes de tantos textos? Ese es el tema de esta investigación que espero les resulte tan apasionante leerla como a mí me ha sido realizarla:
La palabra libro proviene del latín liber o libri según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, aunque hay otros textos como el diccionario enciclopédico ESPASA que afirman que proviene del vocablo francés Livre.
El libro, definido así hasta ahora, es un conjunto de hojas manuscritas o impresas ordenadas para su lectura y que forman entre todas un volumen. Debe su nombre a la segunda capa de la corteza de la madera llamada liber que es una corona que envuelve el tronco y está formada por fibras elásticas por donde circulan los nutrientes del árbol, esto es lo que los antiguos aprovecharon como materia escriptorea, por ello, la madera es el soporte real de un libro aún cuando la base de escritura más antigua de que se tiene conocimiento hasta ahora ha sido la piedra.
Los materiales utilizados para la escritura de los textos varía según la cultura y la época. En China, por ejemplo, el ideograma de un libro son imágenes en tablas de bambú, aunque también se ha utilizado mucho la seda como soporte para la escritura: con la ayuda de pinceles se escribe el pasaje. En Mesopotamia fueron tablillas de arcilla impresas con la ayuda de un instrumento en forma de triángulo llamado estilo a través del cual se marcaban los caracteres en la arcilla para cocerla después, de manera que el contenido quedaba solidificado. Este método fue adoptado por asirios y sumerios a través de la escritura cuneiforme. En la India se utilizaban hojas secas de palma frotadas con aceite. Egipcios, persas, asirios y griegos utilizaron también madera y marfil como tablillas de escritura, mientras que los romanos se valían de tablas de madera enceradas en las que se podía imprimir el contenido y borrar los signos erróneos con ayuda de un estilete que tenía un extremo acabado en punta para escribir y el otro redondeado para borrar. Todo fue válido para perpetuar las palabras y las ideas: hueso, bronce, cerámica o escamas siempre y cuando fueran materiales capaces de preservar y transmitir lo grabado en ellos.
En el Antiguo Egipto las tablillas fueron sustituidas por rollos de papiro que eran más ligeros y fáciles de transportar resultando los soportes primarios de la escritura en las culturas mediterráneas de la antigüedad tanto en Egipto como en Grecia y Roma.
En las aguas del Nilo crecía una planta llamada Popuros, -su tallo triangular llegaba a medir varios metros-, después de sacar la médula de los tallos se cortaba en finas tiras que ya secas eran extendidas en capas paralelas a las que añadían perpendicularmente otra serie de tiras. Entonces se procedía a la humidificación que consistía en añadir agua del río por medio de golpes hasta formar una masa compacta. Llegaba el turno del encolado secándolas al sol, puliéndolas y recortándolas para obtener material de calidad diversa. Si las hojas eran suaves y flexibles el trabajo había sido satisfactorio. El mejor papiro, que se distinguía por el color amarillento que adoptaba, se destinaba a las escrituras sagradas, el de más baja calidad, de tonos pardos, a otros textos.