Muerto y enterrado como estoy, nada parecía cambiar para mí. Me fui de aquel mundo de la misma manera que partí de tantos lugares: en silencio y sin que nadie lo notara.
Un raro cosquilleo penetra ahora mi cerebro, pequeñas puntas crecen llenas de filamento y pelusa, se instalan en mí y, por ósmosis, se alimentan de mis pensamientos. Ya no sólo pienso por mí mismo, recuerdos y desvaríos. Ahora también pienso clorofila, pienso savia, pienso la tierra buena, la humedad que refresca y crezco hacia adentro y hacia afuera, hacia abajo y hacia arriba, todo al mismo tiempo. La tierra (su interior) y el sol son mis destinos, o al menos, de a poco, tan de a poco, se van volviendo nuevas búsquedas. Jamás había echado raíces pero ahora esas raíces se echan sobre mí. Me absorben, sintetizan y trepanan, hacen jugos de los restos de mi sangre, de mis riñones roídos, de las piernas tiesas.
El cajón que me contenía, resquebrajado, se ha incrustado donde debería haber pulmones, ahora respiro madera y gusanos. Los movimientos de la tierra, con el paso de las raíces, hacen de mis restos un mosaico cubista, un mundo de desfases, dislocaciones, huesos en proceso de desorden.
Quieto, contemplativo, soy testigo de puros movimientos, soy la inercia de otros impulsos, insumo y consecuencia. No me evaporo, pero pareciera. Puedo verme desde distintos ángulos, cada parte de mí, cada transformación que sufro en un rincón es un nuevo punto de vista que aprecia los demás restos. Soy justamente eso: restos, y soy lo nuevo: raíces, gusanos, abono, tierra, hojas. Desde todos lados puedo verme, o más bien, puedo dejar de verme, puedo ver cómo voy dejando de ser.
Yo soy, sin embargo, yo sé que estoy, yo siento los movimientos, puedo ver, crezco, vivo los ciclos y respiro mirando al cielo. Ahora que vuelvo a aquel mundo, se abre la tierra para mí, se cierran y se vuelven a abrir los días sobre mí, me yergo, me amplío, me tuerzo hacia mis costados, doy frutos y me hago inmenso en mi sombra.