Siente la humedad aceitosa correr íntimamente como una onda expansiva de color verde que le empieza en el ombligo y se le extiende hasta el inicio del útero. Él, con el olfato saturado de olor a bosque, puede ventearla a la lejanía. Un depredador al acecho.
“Hueles a tierra mojada… por eso recuerdas a campos recién llovidos”.
Ella llega hasta un claro y, sin que lo note, él se acerca despacio hasta abrazarla por la espalda. Ambos tiemblan por el frío y la perspectiva, el sol sigue con su descenso y los ánimos empiezan a aventajar las esperanzas. La toma por la cintura y la hojarasca que alfombra el piso es como un ligero tronar de huesos, parecido a cuando la abraza fuerte, al amor prohibido en que se han tenido poco y se han aprendido bien. La cabaña está cerca. No hablan. Piensan que las palabras salen sobrando.
“Estoy aquí y aún me cuesta tocarte. Tu calor me lleva a lugares que no sospeché. Da miedo. Esos labios entreabiertos, la lengua húmeda, el sonido de tus dientes por el frío. No es fácil tocarte”.
Marváz