La luz del exterior atraviesa por las cortinas, por los párpados y llega hasta el cerebro. Debo levantarme, no importa cuanto frunza los ojos, la luz ya se grabo y no la puedo sacar de ahí. Contanza debe comenzar su día, debe bañarse, lo hago, debe desayunar, después lo haré y salir a la batalla contra miles de personas tan sólo para poder, después, con la quincena, comprar la despensa que debe durar más de un mes; pagar el agua, la luz, todo eso que ahora se complica sólo porque el jíbaro se ha dado a la fuga con los pocos ahorros que logré durante lo que va del año. Pero nada de esto podrá bajarle el ánimo el día de hoy, este día veré, si todo marcha bien, nuevamente a Samuel. Parece que ya no extraño como los primeros días al jíbaro. No era el mejor de los compañeros: siempre con su sonrisa burlona ante cualquier error al hablar y si esta boca está chueca es culpa de los propios corajes que él me hacía pasar. Y luego sus golpecitos, tan leves, tan insignificantes: para que me corrigiera, pero eso sí, sin provocarme un mal, como si la tortura de hacerlo a cada rato y frente a nuestros amigos (que parecen que son de él, pues ya no vienen) no fuera suficiente mal, suficiente tortura. Todo más la constante cantaleta: que gorda, que fea, que tonta, que ciega... y todo por qué: por una ración de cariño, que se muestra de vez en cuando, por el calor entre las sábanas, por la protección ante la vida que como no ibas a necesitar si eres tan tonta, tan inútil, tan poquita cosa. Pero nada importa, el día de hoy será maravilloso, la luz que se cuela por las cortinas auguran un día esplendoroso, apto para una caminata por el parque después de nuestro trabajo. Samuel es tierno, joven, muy moreno, bastante bajito, algo orejón y tiene dientes marca mazorca, pero con todo, sigue siendo el hombre que ha conquistado mi corazón. Creo que hacemos una buena pareja. Soy tan bajita y tierna como él, tengo este defecto de la boca, pero a lo mejor con cariño se acomoda, después de todo, sólo fue por un coraje.
