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A Javier lo cegó la pasión. Tanta era su impaciencia por ganar terreno sobre los atributos de Alicia que no se aguantó esperar a que las aguas pasen. Ignoró las precauciones mínimas para cruzar el río,  él nada menos, educado desde chico para vadearlo por donde el cauce no tenga trampas. Hacer pie es de elemental prudencia y evitar las piedras amontonadas otro tanto. Por el musgo o por la redondez un pie resbala y el otro queda aprisionado.

Javier se lanzó a las aguas esa tardecita, después que la lluvia de la noche hizo crecer al río. Bramaba y espumoso corría como si bajara por la pendiente de una montaña. Sobre la orilla opuesta Alicia trató de disuadirlo con el gesto de la locura que se muestra atornillando el dedo en la sien. Además de gritarle con voz  inaudible por el trueno de la corriente. Inútiles prevenciones las suyas, después de haber hecho lo que no debió hacer, moviéndose nerviosa de un lado a otro sobre la costa húmeda.

Muy cerca del agua quiso evitar que se mojara su pollera larga y la tomo por el ruedo, alzándola por encima de la rodilla. La estrujó y la sostuvo en alto, como si del otro lado, Javier que la miraba, fuese una estatua de madera. Él la vio como si emergiera una diosa virginal desde las aguas. Sus ojos apuntaron certeramente y fueron a dar, desorbitados, en las pantorrillas descubiertas y ascendieron hasta el límite de la falda. Sintió trotes en el pecho y un retumbo en su cabeza superior al de la crecida. Su sensatez se esfumó y se metió al río como quién se lanza a la búsqueda de un tesoro prometido.

Había sucedido que la noche anterior, al despedirse de ella junto a la puertita de alambre, al costado del ligustrín, frente a su casa, Alicia le había permitido riesgosas exploraciones de manos. Justo a él, un reclamante tenaz de sus encantos íntimos. Pudo calmarlo, como siempre a duras penas, pero debió dejarle una promesa tentadora, a cumplir cuando, al día siguiente, viniese otra vez a visitarla, siempre que su madre estuviese a prudente distancia.

La noche a Javier se le hizo larga, la lluvia odiosa y al ver a ese río caudaloso, la crecida le pareció una muralla difícil de atravesar. Esperó a que llegue la tarde y frente al desmadre amago cien veces con arrojarse para llegar a la otra orilla. Allá estaba Alicia, advirtiéndole del peligro y que mejor sería si lo dejaba para el otro día. En eso que ya lo había convencido, se le ocurrió levantarse la pollera.

Fueron dos, tres, acaso cinco los pasos inciertos de él sobre un lecho que, de tan profundo, jamás sus pies alcanzarían a apoyarse. Ni una sola de las pocas braceadas le fue de utilidad para conservar la flotación. Alicia soltó la pollera demasiado tarde para tomarse horrorizada de la cabeza. Entrecerró los ojos con la mano puesta de visera y lo vio sumergirse y emerger, una y otra vez, hasta que Javier desapareció debajo de la superficie.

Ella fue y vino de la alucinación a la cordura y entre uno y otro estado, sintió la profunda tristeza y el inútil mérito una ofrenda que la había preservado para el hombre que amaba. Javier se había confesado orgulloso de ser el único destinatario de su virginidad, aunque pugnara siempre por hacérsela perder. Instruida por su madre, Alicia hacía de la insinuación una estratégica de su astucia femenina. Provocación y férrea abstinencia lograban mantenerlo en la raya a Javier.  Que no se le quitaran a él las ganas ni que luego de satisfacerse, si se lo permitía, fuese a desistir del casamiento. Tal la receta que su madre le dijo mil veces era infalible y que debía aplicar.

De cualquier modo una mayor prolongación del noviazgo Alicia no habría podido sostenerlo, sin sucumbir a las arremetidas de Javier. El mundo estaba cambiando y su naturaleza también. Tal como le sucedía a las demás chicas de su edad. Pocos días antes de la fatalidad, junto a su amiga Elena, habían escuchado la música estridente de cuatro muchachos que hacían furor entre los jóvenes. Después oyó que sus canciones invadían todas las radios y supo de sus rostros por las revistas cuyas páginas ilustradas adornaban todos los cuartos.

El tiempo por venir tendría un reverso inexorablemente distinto aunque Alicia, apenas si lo vio nacer.

Las entrañas del río no le devolvieron a Javier. Ella lo quedó llorando, preguntándose si en ese mundo nuevo valía la pena vivir sin habitarlo con él.

Le vinieron ganas de caerse de bruces y dejarse arrastrar aguas abajo. También de gritar diciéndole a su madre que sus consejos ya eran antiguos en un tiempo presente, distinto para siempre. Que no sabía ella, ni nadie, si sería mejor o peor.

No hizo ni una cosa ni la otra. Sólo escribió en el barro de la orilla la fecha del cuatro de octubre de mil novecientos sesenta y dos, y se quedó mirándolo pasar el río.

René Bacco

 

 

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