En una anticuada ciudad existía un cementerio cuidado por un sereno nocturno. Un hombre muy extraño, de mediana edad, trigueño, barbado, algo esmirriado y con una mirada sombría y atemorizante.
En las noches, mientras hacia su acostumbrado recorrido por la necrópolis, le invadía un torcido sentimiento por profanar cadáveres de mujeres. En algunas ocasiones, cuando la oportunidad lo favorecía, lo hacía en la morgue. Nunca había sido descubierto, lo cual alimentó su impunidad por años.
Una noche escogió una tumba muy reciente, donde yacía una niña de 15 años que había muerto hacía dos días. Comenzó de inmediato su faena. Excavó hasta llegar al ataúd, el cual extrajo y apoyó en la superficie.
Escuchó un extraño sonido que venía desde el interior, algo así como un aullido de lobo pero de muy bajo nivel. Este hombre no se amedrentó ya que estaba acostumbrado a oír sonidos raros de todas clases.
Cuando logró abrir el ataúd, salió de su interior Hades, Dios del inframundo. Estaba muy disgustado por haberle invadido sus dominios. Este hombre se aterrorizó de sobremanera. Su corazón comenzó a acelerarse hasta que finalmente colapso.
Al otro día fue encontrado y como todo cadáver, lo enterraron en ese mismo cementerio. Como Hades no lo quería en su reino, permaneció en un estado conciente, con su carne putrefacta, inmóvil en su ataúd, por toda la eternidad. Nunca pudo morir y logra la paz.