—¿A dónde va uno cuando se siente así?—
preguntaba un niño, con la voz rota por el dolor,
su pequeño corazón hecho trizas,
porque su compañero se había ido lejos.
En su inocencia, sin comprender del todo,
solo sabía que de él brotaba algo inmenso,
algo que ardía como fuego:
un dolor que no podía contener.
—Compartí todo—, decía entre lágrimas,
—mis juguetes favoritos, mis risas,
y aun así, se fue…—
Una sombra emergió de la penumbra,
su voz profunda, casi como un trueno:
—¿Por qué no lo detuviste?—
—No podía hacerlo—, respondió el niño,
—él se veía feliz… y además,
sus padres se lo llevaron lejos de mí.
La sombra suspiró, como si cargara siglos de pesar.
—Oh, niño, ¿por qué sufres así?
¿Por qué dejas que la tristeza robe tu niñez?
¿Acaso sabes lo que es el amor?—
El niño levantó la mirada,
con los ojos todavía húmedos.
—Sí, yo amo a mi mamá, y ella me ama a mí.
Eso es amor, ¿verdad?—
—¿Y si ella se fuera?—, preguntó la sombra,
con una crueldad suave, pero necesaria.
—¿Si un día ya no estuviera contigo, la seguirías amando?—
—Sí—, respondió el niño, firme,
—porque yo amo a mi mamá, pase lo que pase.
La sombra se inclinó, acariciando con palabras:
—Ahí lo tienes, pequeño.
Eso es el amor:
un dolor profundo,
una llama que nunca se apaga,
un lazo que ni la distancia, ni el tiempo,
ni la muerte pueden romper.
El niño calló un instante, como si entendiera algo más grande que él mismo.
—Señor, ¿puedo volver ya con mi mamá?
La extraño mucho…—
La sombra se detuvo.
Hubo un silencio pesado, helado,
antes de susurrar con gravedad:
—No, hijo…
Tu cuerpo aún no lo sacan de la nevera.