En el poblado todos le decíamos Bruja, tal vez por su aspecto. Era la encarnación real de esa imagen que por siglos nos han dado el arte y la literatura de esas mujeres dedicadas a la hechicería y la magia negra, y con eso no quiero afirmar que a alguien le constara que la susodicha se dedicara a estos menesteres enigmáticos que le hubieran valido la hoguera en tiempos de La Inquisición.
Los muchachos de todas las épocas se complacen en fastidiar a sus mayores y con más ahínco y crueldad cuando la persona tiene algún defecto notorio o característica desfavorable con relación al resto de la humanidad y Bruja era un ser de esos que destacaban por su fealdad, vestido, ademanes y demás entre todos los habitantes; por todo esto era el blanco favorito de las burlas y bromas pesadas de niños y adolescentes; entre estos se destacaba con honores Rafael, un muchacho díscolo, rebelde y rencoroso con todos los mayores de dieciocho años.
Inventaba a diario o discurría las peores maneras de sacar de casillas a los más sensatos y hasta los santos de la iglesia no escapaban de sus bromas macabras porque de pronto resultaban con bigotes, antifaces u otras cosas peores. Con la bruja su saña era inaudita, parecía que la vieja encarnaba, para él, todo lo digno de ser odiado y maltratado: le ponía zancadillas para que cayera y como la vieja lo evitaba el maldito se las ingeniaba para atravesarse en su recorridos habituales; le prendía chicles en el cabello, apedreaba el perrito que la acompañaba, le rompía a pura piedra las tejas de la casita, le tumbaba la canasta con el mercado y la vieja lloraba y lo amenazaba con el puño cerrado.
Dicen que un día en voz baja lo maldijo y juró por dios y por el demonio que se arrepentiría por los días de su vida de todo el mal que le ocasionaba; Rafael la escuchó con su expresión socarrona y maliciosa y para demostrarle que no le temía a sus amenazas le soltó una patada en el trasero que lanzó a la Bruja a tres metros. Ella se levantó llorando, lo miró como nunca le habíamos visto la mirada y nosotros si nos asustamos pero Rafa arreció los ataques contra la anciana.
El tiempo pasó y un día caímos en cuenta que hacía rato no veíamos por ninguna parte a Rafael y menos a la Bruja. Esta se desvaneció por siempre jamás. A nuestro amigo lo encontré yo una mañana que salí a caminar por el campo. En el silencio de la campiña escuché claramente una voz que me llamaba y era la de nuestro malvado amigo; le respondía mirando para todos lados pero no lo ubicaba; el sonido me guiaba y caminé en la dirección de donde salía pero seguía sin verlo hasta que de pronto me dijo:
- ¡Aquí estoy, mire el suelo!
Me agaché y descubrí de donde salía la voz. La Bruja lo había convertido en un sapo.
Edgar Tarazona Angel
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