Un hombre ciego transita por la ciudad, nada parece fuera de lo común. Los anteojos negros y un bastón blanco son su presentación.
El atardecer, que nunca vio, es su compañía. Regresa de la Iglesia local en donde mendiga habitualmente.
Unas cuantas monedas que resuenan en su bolsillo son un atractivo botín para dos despiadados ladrones.
Pero hasta estos seres tan oscuros les parece una vergüenza tomar ese dinero por la fuerza, por lo tanto, piensan engañar a este inválido.
El ciego llega a una esquina para cruzar la calle. Espera, como suele hacerlo, hasta que alguien se apiade de él y lo ayude.
Las dos sabandijas se aproximan y uno de ellos se ofrece. El hombre percibe que no viene con buena intención y le dice:
– Gracia hijo, solo estoy meditando.
Estos ladrones se enfadan muchísimo. Le increpan:
- ¿Como que no quieres cruzar la calle si estas en el borde?
Le dice el ciego:
- Estar al borde de un precipicio no significa que quiera tirarme al vació como Ustedes.
Los dos ladrones están desconcertados, le replican:
- ¡Cómo! Nosotros no queremos arrojarnos a nada.
El ciego, que solo lo es de la vista, les dice:
- El robar no es su destino y menos aún a un desvalido. Uds. están más cerca de este precipicio que yo. Estas son las monedas que tengo, son vuestra.
Extiende su mano y se las ofrece.
Uno de ellos, el menos escrupuloso, las toma y huye.
El otro queda pensando en lo que le dijo el ciego. Continúa su caminar en sentido contrario a la escena.
Comienza a sentir algo nuevo llamado remordimiento. Lo tortura, pero tiene una hermosa finalidad.
Luego de dos meses concurre a la Iglesia en donde mendigaba el ciego, se le aproxima y le da unas cuantas monedas que había ganado con su trabajo y le dice:
- Tú no ves pero me viste. Ahora yo te veo. Ven conmigo.
Lo lleva a una humilde pizzería del lugar, mientras comparten ese manjar, le agradece esas simples palabras que lo ayudaron muchísimo en su nuevo futuro.
A veces, en una encrucijada, es hermoso saber que alguien nos puede guiar, aunque sea tan solo un ciego.