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Llegamos al amanecer. ¡Perfecta era la mañana para estar llegando..!

La memoria dolió durante todo el viaje. Pero al llegar, el dolor se volvió insoportable. El cuerpo dolía también, y la rabia y las ganas, y el miedo que a todos nos azotó; dolía todo por instantes.

El olor era fuerte, irrespirable; olor a cuerpos desnudos y hacinados, a putrefacción, a orina y a mierda. Y todos olíamos a lo mismo.

Sé que éramos muchos cuerpos en tan pequeño recinto, y muchas memorias en tan pequeños instantes. Muchas manos fracturadas, muchas piernas dobladas, muchos ojos moros y oscurecidos por la venda; muchas costillas rotas, muchos cuerpos y rostros desangrándose. Porque llegamos en grandes cantidades, como una plaga de cigarras ingenuas e inocentes, alimentándose en el silencio de un campo de maíz envenenado, o como un cargamento de flores destinadas a ataviar un cementerio.

Y ya no sé si es hombre, mujer o niño quien clava su desnuda rodilla en mi costado; y no estoy cierto de saber si mi madre aún vive y está bien, o si mi hermano también cayó y está en cualquiera de estos rincones; o si mi amigo está muerto, o si todos están muertos…

La tarde se fue tranquila. Pero sólo adentro. Afuera, el canto de la lluvia nos alegró los oídos, y a ellos les escupió el rostro, les llamó cobardes y asesinos. Pero ellos, los invasores, trabajaron horas extras; y por tanto, los bombardeos fueron más intensos, las bombas caían casi como la lluvia que tantas veces disfruté y discerní a través de la ventana…

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