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El cadáver del hombre ya estaba debidamente maquillado y acomodado en el ataúd. Cuando la sala quedó sola, su esposa empezó la consabida cantaleta de todos los días. Como si el hombre estuviera escuchándola le pegó el grito de siempre que lo dejaba sin ánimo de responder: “Y no se le ocurra contestarme, oyó”… y por supuesto, su marido muerto no dijo nada

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