Esta historia no es mía; la escuché hace años de labios de mi abuelita, la mujer que más me ha querido en este mundo. Me miraba y suspiraba sin decir ninguna palabra, apenas se le humedecían los ojos cansados y me abrazaba con ternura mientras decía en un susurro:
- Mi niño lindo… si tú supieras…
Nunca decía otra cosa y con el tiempo la curiosidad comenzó a martirizarme hasta hacerse dolorosa. Tal vez yo tenía siete u ocho años cuando me atreví a preguntarle:
- Abuelita, ¿qué es lo que yo debería saber?
Dio un gran suspiro y se le soltaron al mismo tiempo un raudal de lágrimas y un secreto, que me ha tenido en pena demasiados años, que me acompañará hasta la muerte.
Demoró varios minutos y me confesó:
- Mi niño amado – dijo con voz entrecortada y quejumbrosa- es que usted es uno de los gemelos.
- ¿Cómo dice, abuelita?
- Que ustedes fueron dos, nacieron idénticos y era imposible distinguirlos.
- ¿Pero, qué pasó con mi hermanito?
- ¡Ay, mi niño, un día, al bañarlos, me descuidé y uno de ustedes se ahogó!
No sé si ustedes comprendan mi drama, el mismo que agobiaba a mi nana, pasar la vida con el dilema si el muerto fue mi hermano o fui yo.